Jueces y democracia: ¿un sistema en peligro?

La politización de la justicia toca fondo: reflexiones de una juez en activo

El bloqueo en la renovación del Consejo General del Poder Judicial en España y la sentencia del aborto en EEUU ponen de manifiesto la crisis global que vive la Justicia. Está en juego la confianza de los ciudadanos

Es creciente la sensación de progresiva injerencia de intereses políticos y económicos en la justicia. El ejemplo de Estados Unidos y su reciente sentencia derogando la doctrina Roe contra Wade (1973) sobre el aborto solo es una muestra más de la crisis global de muchas de las democracias occidentales en materia de justicia. España no es una excepción: si consultamos The 2022 EU Justice Scoreboard de la Comisión Europea, encontramos que ha bajado la percepción que los españoles tienen de independencia de nuestra justicia, solo mejor que la de Italia, Bulgaria, Eslovaquia, Polonia y Croacia. Aunque no haya un político que no repita como un mantra la necesidad de defender la independencia judicial, ¿realmente se la protege o se contribuye desde los distintos sectores políticos y sociales a su creciente politización? ¿Somos todos los jueces independientes o algunos de nosotros favorecemos de forma eficiente nuestra instrumentalización?

No es fácil establecer los límites del papel constitucional que los jueces deben asumir en el control de los excesos de los otros poderes públicos, ya que el propio ordenamiento jurídico permite el uso homeopático de la ley para destruir la separación de poderes.

Fue en América Latina donde se acuñó el término lawfare, entendido como “golpe blando” contra gobiernos progresistas por parte de sus opositores. En palabras de los autores del blog El Orden Mundial, el lawfare se diferencia del tradicional golpe de Estado en que este último persigue “tomar el poder de forma ilegal, mientras que en una guerra jurídica se pretende deponer a la persona precisamente con procesos legales”. Más elocuente es, en mi opinión, la expresión “golpe por goteo” con la que tituló Valeria ­Vegh Weis, docente de la Universidad de Buenos Aires, un artículo de junio del año pasado en la Revista Pensamiento Penal de Argentina. Vegh Weis también considera que el lawfare es propio de la guerra blanda de los sectores conservadores frente a gobiernos progresistas. Sin embargo, no creo que pueda extrapolarse dicho término a lo que sucede en España, ya que no podemos concluir que únicamente la derecha utilice al Poder Judicial para tratar de deslegitimar al oponente político. Si bien es cierto que es conocida la tendencia de partidos ultraconservadores de presentar obstacu­lizadores recursos de inconstitucionalidad contra leyes y querellas contra contrincantes políticos, no podemos soslayar la idea de que desde determinadas facciones progresistas también se utiliza políticamente al Poder Judicial y se busca la desacreditación de cualquier resolución que vaya en contra de sus intereses.

El aprovechamiento de la justicia con fines políticos ha tocado fondo con la gravísima irregularidad democrática que constituye el hecho de que el Consejo General del Poder Judicial, un órgano constitucional, lleve en situación de interinidad tres años y medio y que se le esté asfixiando jurídicamente para que no pueda ni nombrar cargos discrecionales ni renovarse. Cuando se jubiló el vocal Rafael Fernández Valverde a comienzos de este año, los letrados del Congreso informaron en contra de su sustitución por considerar que la vacante no era consecuencia de un cese anticipado. Con el fallecimiento de la vocal Victoria Cinto hace unos días, el Consejo ha rehusado directamente pedir su sustitución. Tenemos un CGPJ, por tanto, camino de duplicar el mandato para el que fue nombrado, imposibilitado para la designación de cargos discrecionales y mermado en cuanto a sus integrantes. Un Consejo inútil, decorativo y cuya decadencia ahonda en el desprestigio institucional y en la falta de confianza de los ciudadanos en la justicia. La propuesta del Gobierno de modificar otra vez la ley, ahora en sentido contrario, con el exclusivo fin de que el CGPJ pueda designar a dos magistrados del Tribunal Constitucional es incalificable por bochornosa.

Pese a que en el barómetro del CIS de julio de 2019 —único en el que se ha preguntado directamente sobre este tema— los entrevistados manifestaran confiar más en el Poder Judicial que en el Gobierno o en el Parlamento, el creciente descrédito del primero es evidente. Este desdoro se alimenta de múltiples factores, algunos ya mencionados. Junto con la politización del sistema de elección de los vocales del CGPJ y su bloqueo y la utilización de la justicia para menoscabar al adversario político se encuentran su lentitud y su endémica falta de medios. En la Administración de justicia se procura un deficitario servicio público a los ciudadanos, a quienes no les sirve de excusa que España tenga menos jueces y fiscales que la media europea, pero asuman más carga de trabajo, o que los medios materiales y personales no dependan del Poder Judicial.

El presidente del Tribunal Supremo, Carlos Lesmes, junto con otros miembros de la judicatura durante la celebración del acto de apertura del Año Judicial en el Tribunal Supremo el pasado septiembre.

Además, me resulta especialmente doloroso que sea un secreto a voces cuál va a ser la postura de un determinado órgano judicial cuando resuelva un asunto de trascendencia política con solo conocer la adscripción ideológica de quienes han sido elegidos con criterios políticos por el CGPJ. La politización de determinadas designaciones acaba salpicando injustamente a la inmensa mayoría de la judicatura, que ocupa su cargo por mero concurso de mérito y antigüedad.

Finalmente, también se utiliza al Poder Judicial cuando, desde las instituciones, algunos políticos de izquierda vilipendian a los jueces si estos dirigen una investigación criminal o condenan a un miembro de su partido. Acusar a los togados de ser “siervos de la derecha” y de ser instrumentos del lawfare impulsados por adversarios políticos es la excusa perfecta para ocultar comportamientos que deben ser castigados. Podríamos decir que de forma no principal se busca la impunidad, pero la finalidad última es atacar a todas las instituciones —incluyendo el Poder Judicial— como parte de un plan superior que busca la sustitución de estas mediante el desapego popular al sistema preexistente.

Lo peor de esta “gota china” que erosiona de forma indefectible la confianza en los jueces es que con ello se producen dos efectos indeseados. El primero, la huida de los ciudadanos desde el Estado hacia estructuras y corporaciones privadas para la resolución de sus conflictos y la protección de sus derechos. Cada vez se asume con mayor naturalidad que las plataformas digitales decidan qué se puede y qué no se puede decir, o que se encomiende a empresas privadas el desalojo de supuestos okupas, banalizando estas tendencias como si no fueran una sustitución de los poderes públicos en la garantía de derechos fundamentales. En la misma línea, las grandes empresas se salen del sistema judicial para resolver sus conflictos a través de otros medios más ágiles, aunque con ello se puedan producir desviaciones. La tecnología blockchain permite resolver conflictos de forma segura sin la intervención del Estado, lo cual genera superestructuras que superan este concepto tradicional y constituyen espacios alternativos, en una tendencia que no puede ser positiva si no va acompañada de un control público.

El segundo efecto lo compone el hartazgo de ciudadanos que muestran su desafección por los poderes públicos, en una deriva que genera un caldo de cultivo óptimo para populismos y líderes mesiánicos. Aunque a primeros de año se publicó el resultado de la encuesta realizada en más de 109 países por el Instituto Bennett de Políticas Públicas de la Universidad de Cambridge y en él se reconocía el descenso de los apoyos electorales a los partidos populistas, el estudio también afirmaba que España era uno de los países en los que más había subido el apoyo a que el Gobierno sea dirigido por un líder fuerte que no tenga que preocuparse por elecciones o Parlamentos. Se advertía de que, junto con Grecia, Alemania y Japón, éramos de los países donde más desapego a la democracia existía. La añoranza de un líder fuerte que tampoco sea controlado por un Poder Judicial “politizado” en el que no se confía debería preocuparnos a todos.

Lamentablemente, veo poca solución al problema, que, por otra parte, no es exclusivo de España. Los excesos de un Poder Judicial politizado han dado como resultado el paso atrás dado por el Tribunal Supremo de Estados Unidos dejando en manos de los gobernantes de los respectivos Estados federados la capacidad de regular la interrupción voluntaria del embarazo, derogando una doctrina que llevaba en vigor casi 50 años. Esto solo ha sido posible tras los nombramientos efectuados en la era de la presidencia de Donald Trump de magistrados ultraconservadores para la Corte Suprema. Aunque no es comparable el sistema judicial americano con el europeo, la confusión de funciones de unos y otros poderes y el desembarco de motivaciones no jurídicas en las decisiones que se adoptan no puede traer nada bueno. Urge la reforma de la forma de elección de los vocales judiciales del CGPJ según las insistentes recomendaciones de la Comisión Europea. El sistema actual ha implosionado: ¿no habrá 12 magistrados solventes, independientes y servidores de la Constitución entre los 51 jueces que se han presentado como para que no se haya podido alcanzar un acuerdo hasta ahora? Me temo que a ninguno de los dos partidos mayoritarios les interesa este perfil.

Quizá haya que asumir que la grandeza de la democracia también estribe en ser el único sistema político que se autodestruye con sus propios mecanismos legales. Pero no podemos olvidar que la alternativa siempre será peor.

Artículo publicado en El País, IDEAS, el 17 de julio de 2022. https://elpais.com/ideas/2022-07-17/la-politizacion-de-la-justicia-toca-fondo-reflexiones-de-una-juez-en-activo.html

Salud mental y crisis sanitaria

La palabra crisis viene del griego (κρίσις krísis) y significa en su primera acepción en el diccionario de la RAE «Cambio profundo y de consecuencias importantes en un proceso o una situación, o en la manera en que estos son apreciados». Pese a la connotación negativa de la palabra, en ciencia política y económica se reconoce en las crisis una oportunidad de revisar los procesos para mejorarlos. Al igual que los productos de ingeniería son mejorados tras un accidente provocado por un fallo de su diseño, todos necesitamos de vez en cuando un golpe del destino para valorar lo que tenemos y descubrir lo que podemos conseguir. Decía Albert Einstein que «es en la crisis donde nace la inventiva, los descubrimientos y las grandes estrategias (…). Quien supera la crisis se supera a sí mismo sin quedar superado.  (…) Es en la crisis donde aflora lo mejor de cada uno, porque sin crisis todo viento es caricia».

La capacidad de adaptarse a las crisis nos diferencia a unos de otros. Junto a la fortaleza moral innata, se encuentran la capacidad económica y los recursos personales que cada uno haya adquirido, determinantes para superar con mayor o menor éxito el azote de lo inesperado. Por eso, las crisis son devastadoras para los más vulnerables, porque quienes pertenecen a los sectores más desfavorecidos de la sociedad carecen de recursos para adaptarse al nuevo entorno. La pandemia que aún seguimos sufriendo ha sido un claro ejemplo de esto.

La crisis del COVID19 ha generalizado la jactancia de tener una de las mejores sanidades del mundo y durante el duro confinamiento domiciliario hemos aplaudido a diario a los sanitarios por su titánica labor de luchar contra un enemigo invisible con medios precarios. Sin embargo, pasada la pesadilla de las UCI abarrotadas y las morgues saturadas, a nadie le importa demasiado que haya un goteo de fuga de cerebros desde España a otros países del mundo donde se paga mejor a sus sanitarios y se reconocen especialidades que no tienen cabida legal en España, como los urgenciólogos o las especialidades pediátricas. Un informe de CC.OO. de finales del año pasado sitúa la interinidad de la sanidad pública en un 40 %, el doble que en la privada, algo que confirman en gran medida desde la plataforma digital ConSalud.es, donde afirman que en ninguna comunidad autónoma la interinidad baja del 30%. El Tribunal de Justicia de la Unión Europea ya ha advertido de que España abusa de la interinidad del sector sanitario en su sentencia de 19 de marzo de 2020, C-103/2018, en este caso concreto, la Comunidad de Madrid (SERMAS). Podría escribir un artículo acerca de la interinidad en Justicia, algo que no preocupa a nadie hasta que su divorcio tarda más de un año en ser celebrado, pero el objeto de esta reflexión es otro.

Si nuestra sanidad importa tan poco a nuestros dirigentes cuando estamos hablando de situaciones de riesgo vital (incluso ahora tras la pandemia), podemos imaginarnos lo que interesa aquello que no afecta a la vida de las personas, al menos de forma directa.

Durante la crisis sanitaria se han paralizado los tratamientos de fisioterapia públicos, ya de por sí escasos, y, a la vuelta del confinamiento, los fisioterapeutas no han dado abasto con los pacientes. Postoperatorios, traumas, enfermedades neurológicas y otras afecciones que, con una rehabilitación suficiente habrían quedado en pequeñas secuelas para los pacientes, se han convertido en secuelas de por vida para quienes tuvieron la mala suerte de sufrir mermas físicas antes del COVID19. Solo los enfermos con medios económicos suficientes han podido seguir sus tratamientos de forma privada. Lo mismo puede decirse de la odontología, de la logopedia, de la podología o de la terapia ocupacional.

Pero uno de los sectores donde más se ha acusado la crisis y donde más brecha económica existe es en el ámbito de la salud mental. Los estragos psicológicos producidos por el confinamiento, la soledad, el abuso de drogas o el miedo al contagio siguen aflorando dos años después del encierro. Por mi trabajo me veo obligada a asumir con otra compañera de partido judicial los internamientos psiquiátricos y residenciales de mi partido y he de decir que no son pocos. Con tres hospitales con planta psiquiátrica y más de 50 residencias geriátricas, asumimos más internamientos psiquiátricos que toda la comunidad autónoma de Castilla y León o de Asturias. El número de ingresos involuntarios en hospital psiquiátrico ha aumentado desde que comenzara la pandemia. Sin embargo, muchos de ellos podrían evitarse con una adecuada provisión de medios sanitarios ambulatorios.

Para la RAE “crisis” también significa «intensificación brusca de los síntomas de una enfermedad». La “crisis” de COVID19 en su primera acepción ha traído muchas “crisis” de salud mental en su segundo significado. Unida a las causas que apuntaba de soledad y miedo, la falta de recursos psiquiátricos en los centros de salud mental públicos está llevando a que los enfermos sean citados con más de seis meses de distancia. La gente sin dinero para pagarse una consulta privada se ve en la obligación de esperar un tiempo que su patología no le concede. Lo que comienza siendo una depresión que requiere intervención médica urgente puede acabar convirtiéndose en un intento de suicidio y los comportamientos extraños adolescentes se transforman en graves trastornos alimenticios e intentos de autolisis por el mero paso del tiempo. Los psiquiatras hospitalarios se están convirtiendo en muchos casos en los primeros facultativos que ven a estas personas y lo hacen en pleno brote psicótico. Los diagnósticos de urgencia con medicación pautada para ser revisada por el psiquiatra de cabecera se están convirtiendo en norma y con ello se hace un uso abusivo o irregular de las urgencias.

Desde el punto de vista legal la cosa tampoco ha mejorado. Sabrán ustedes que la Ley 8/2021 de por la que se reforma la legislación civil y procesal para el apoyo a las personas con discapacidad en el ejercicio de su capacidad jurídica ha modificado sustancialmente la legislación en materia de discapacidad, convirtiendo a todas las personas con trastornos psíquicos en “capaces” para el derecho, como un conjuro de magia transformador. Sin embargo, para asombro de los juristas que estábamos esperando la reforma, la ley no ha modificado el sistema legal de internamientos psiquiátricos.

El “olvido” del legislador ha tenido una respuesta hace unas semanas, cuando salió en prensa la noticia de que el Gobierno pretende impulsar una reforma legal para eliminar los internamientos forzosos a enfermos psiquiátricos y buscar medidas alternativas “más acordes a los Derechos Humanos”, como si en la actualidad no se respetaran los derechos de estas personas, algo que me indignó tanto que me llevó a escribir un artículo en otra plataforma defendiendo las garantías que el procedimiento judicial de internamientos psiquiátricos comporta. La explicación facilitada desde el Gobierno es que el Comité Español de Representantes de Personas con Discapacidad (CERMI) denuncia que en España no se cumple lo dispuesto en la Convención de Personas con Discapacidad de 2006, algo que no deja de ser una interpretación particular y sesgada, como en tantas otras ocasiones CERMI ha hecho. Personalmente, además de negar la mayor como integrante del sistema judicial, desconfío de informes y dictámenes de quienes se erigen en representantes de las personas con discapacidad, cuando estamos ante un colectivo heterogéneo con realidades y problemas muy diversos y donde existen graves discrepancias en algunas cuestiones, como, por ejemplo, en el mantenimiento de los centros de educación especial.

Una vez más me veo en la obligación de volver a poner el foco en lo que considero una tomadura de pelo. Si prospera la reforma que se dice que se quiere acometer y en los términos que han sido adelantados en prensa, la situación de los enfermos mentales en España va a resultar insostenible y se va a dejar a las familias que tengan un enfermo de estas características en su casa abandonadas a su suerte. Si se ha demostrado ineficaz el sistema público de salud mental, como he apuntado, por falta de medios, la solución no puede pasar por eliminar los internamientos psiquiátricos. No comprendo el empeño de este Gobierno en eliminar lo que funciona haciendo creer que, lejos de ser un problema, constituye la única vía realista de solución de determinados problemas, al menos de forma parcial.

Noam Chomsky creó un decálogo de maniobras de manipulación política, entre las cuales se encontraba la consistente en crear un problema, provocar reacciones sociales con el problema creado y, a continuación, ofrecerles una solución salvadora que presente al líder como eficiente. El poder deja de atender un problema (la salud mental de los ciudadanos) y crea otro (la vulneración de los derechos fundamentales de los enfermos mentales) ofreciendo una solución que no es tal (eliminar los internamientos psiquiátricos). La consecuencia será la privatización paulatina de la salud mental y la desatención de las personas con menos recursos, a quienes ni siquiera se les facilitaría el ingreso de sus familiares para diagnóstico y tratamiento temporal. Curiosa manera de entender el estado social y democrático de derecho.

Artículo publicado en Disidentia el 29 de junio de 2022: https://disidentia.com/salud-mental-y-crisis-sanitaria/

La mayoría de edad en la era digital

Recientemente, el Gobierno ha aprobado el proyecto de ley que permitirá a las mujeres mayores de 16 años decidir si se someten a una interrupción voluntaria del embarazo sin la obligación de contar con el consentimiento de sus padres. El debate no es nuevo: en la Ley Orgánica 2/2010, de 3 de marzo, de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo, se incluyó en el artículo 13 la equiparación de las menores de 16 y 17 años a las mayores de edad, algo que fue posteriormente eliminado por el Gobierno del Partido Popular en 2015.

El debate suscitado alrededor de la cuestión ha servido para reflexionar acerca de la mayoría de edad y la autonomía de la voluntad. Lo cierto es que existe una importante nebulosa en materia de consentimientos y libertad de decidir. La ley reguladora de la autonomía del paciente otorga la mayoría de edad sanitaria a los mayores de 16 años que, para recibir un tratamiento o someterse a una intervención quirúrgica, deben decidir por sí mismos, sin que quienes ejercen la patria potestad o su tutela puedan otorgar el consentimiento por representación. La ley, sin embargo, establece cuatro excepciones: cuando exista riesgo vital —se prioriza la protección de la vida del menor de edad a su voluntad—; cuando se trate de someterse a ensayos clínicos; cuando el consentimiento verse sobre técnicas de reproducción asistida; y cuando de una interrupción voluntaria del embarazo se trate. No deja de ser llamativo desde el punto de vista estrictamente jurídico que cualquier menor de edad pueda consentir, por ejemplo, someterse a una intervención de una hernia o a un tratamiento de quimioterapia y, sin embargo, el consentimiento para someterse a un aborto deba ser otorgado por sus padres.

La imprecisión acerca de las mayorías de edad no acaba en la ley de autonomía del paciente. Para disponer de la imagen o de los datos de un menor, por ejemplo, el artículo 7 de la Ley Orgánica de protección de datos personales y garantía de los derechos digitales establece que únicamente podrá disponer de estos el mayor de 14 años, sin que sus padres, por tanto, tengan poder de decisión sobre ellos. Las redes sociales como TikTok e Instagram exigen tener 13 años para convertirse en usuario, en consonancia con el Reglamento Europeo de Protección de datos, que fija en ese mínimo la edad, aunque España haya optado por aumentarla en un año, como se ha dicho. La mayoría de edad para tener responsabilidades penales, aunque estas sean bajo la ley penal del menor, se ha fijado en los 14 años, al igual que la capacidad para ser testigo en juicio o para otorgar testamento notarial. A los 16 años se puede trabajar, mantener relaciones sexuales consentidas —dentro de unos límites en función de la edad de la otra persona— casarse y procrear. Y todos los mayores de 12 años tienen derecho a ser escuchados por los poderes públicos en la toma de decisiones que les afecten.

Sin embargo, hasta los 18 años la patria potestad que ejercen los padres les obliga a velar por sus hijos, tenerles en su compañía, alimentarles y procurarles una formación integral, además de verse obligados a responder por los daños y perjuicios causados por estos. Esta circunstancia lleva a situaciones un tanto contradictorias, como el nuevo permiso de conducir B1 para mayores de 16 años, donde los menores no serán, sin embargo, responsables civiles de los actos que cometan con el vehículo, sino sus padres. Los derechos no van parejos con las obligaciones.

Por contraposición, no se permite a los menores de 18 años fumar, beber alcohol, firmar contratos, votar u ostentar cargos públicos, algo que entra en directa contradicción tanto con las mayorías de edad antedichas como con la nueva regulación de la discapacidad, donde por imposición legal se reconoce plena capacidad de obrar a las personas con discapacidad. Un menor maduro mayor de 16 años no puede apenas actuar en el tráfico económico y, sin embargo, las personas con discapacidad psíquica, sin distinción entre personas sin apenas afectación de aquellas que, por sus propias patologías, jamás podrán conformar una voluntad, son, para el derecho, capaces.

¿Qué razón lógica hay para permitir a una persona con deterioro cognitivo y desorientada en las tres esferas acudir a votar a su colegio electoral y no hacerlo con un menor de 17 años?

La complejidad de las relaciones en la era digital debería llevarnos a replantearnos la edad a partir de la cual las personas alcanzan la mayoría. Paralelamente, debería dotarse de herramientas legales más eficaces a los progenitores para poder proteger a sus hijos, porque, desde el punto de vista jurídico, no parece existir una correlación lógica entre derechos y deberes de las personas menores de edad, algo que también sucede en el resto de países de nuestro entorno.

Artículo publicado en El País el 15 de junio de 2022. https://elpais.com/opinion/2022-06-15/la-mayoria-de-edad-en-la-era-digital.html

El superior interés del menor y la magia

Es habitual en las historias de magia otorgar a las palabras poderes sobrenaturales que producen un efecto físico inmediato. La clásica Abracadabra, de origen etimológico desconocido, por primera vez fue utilizada por Serenus Sammonicus, médico del emperador romano Caracalla, quien aconsejaba colgarse un amuleto al cuello con esa palabra para evitar contraer la malaria y otras enfermedades mortales. Disney nos trajo Bíbidi Bóbidi Bu de la mano de un hada regordeta que se dedicaba a convertir calabazas en carrozas. A los fanáticos de Tolkien nos pone los pelos de punta leer la frase “Habla amigo y entra” pronunciada por Gandalf en la entrada de Moria, al igual que, con el mismo fin de abrir puertas, a los frikis de Harry Potter no les deja indiferente leer Alohomora.

En el mundo del derecho también hay palabras “mágicas”. Además de aquellas que Hollywood nos ha enseñado –“Me acojo a la quinta enmienda”, “Tengo inmunidad diplomática”­-, en derecho español hay alocuciones que producen realmente un efecto procesal inmediato, como solicitar el Habeas Corpus o decir “protesto, señoría” ante una denegación judicial verbal.

El mundo de los conceptos jurídicos indeterminados, sin embargo, tiene el peligro de acabar desvirtuando el sentido de algunos principios generales creados como masilla de obra para rellenar las grietas del sistema, con una función orientadora. Me refiero a conceptos como el derecho de defensa o el de igualdad, que se han convertido en “palabras mágicas” para provocar resultados jurídicos, que a menudo son empleadas de forma inadecuada. Uno de los conceptos que más ha evolucionado en ese sentido es el “superior interés del menor”. Como en las puertas de Moria, juristas de toda condición utilizan esta frase para justificar sus acciones sin meditar en qué consiste exactamente ese superior interés del menor.

Llevo casi toda mi vida profesional viendo casos de familia, por lo que en no pocas ocasiones he oído/leído y he dicho/escrito que algo se pide/otorga en beneficio del menor, apelando a su “superior interés”. Mi opinión es que se ha acabado identificando los deseos del menor con su beneficio, es decir, se considera que lo que un menor quiere o no quiere hacer coincide con su superior interés. A medida que pasa el tiempo, observo una creciente tendencia de los padres a descargar en sus hijos la responsabilidad de los procedimientos judiciales, algo que, cuando empecé a ejercer, no sucedía con tanta frecuencia. A menudo escucho a progenitores diciéndome -con el asentimiento y apoyo de sus letrados- “He presentado esta demanda porque mi hija me lo ha pedido”, algo que puede parecer inocente e, incluso, lógico, pero que es síntoma de la decadencia de la autoridad paterna.

Cuando un menor dice no querer ver a su padre/madre sin que medien causas objetivas y razonables para ello, el otro progenitor, en lugar de presentar demandas para darle gusto al niño, debería preguntarse por qué no impone su autoridad y le dice a su hijo que tiene dos tareas, enfadarse y desenfadarse, porque a su padre/madre le va a ver se ponga como se ponga. Tengo la suerte de pertenecer a una franja de edad -Generación X nos llaman- con sus defectos educativos pero en la que nuestros padres se habrían comportado de esta manera en caso de haber osado a decir que no queríamos hacer algo a lo que estábamos obligados. La autoridad paterna formaba parte de nuestro código ético y la obediencia no solo no nos traumatizaba sino que nos sirvió para apreciar de adultos la libertad consciente de decidir. Y es que la minoría de edad legal tiene una finalidad: proteger a las personas que aún no han alcanzado la madurez suficiente para autogobernarse y entender con plenitud de facultades el mundo en el que tendrán que tomar decisiones. La patria potestad sirve para que los progenitores de los menores adopten determinaciones en su nombre, velen por ellos y les procuren una formación y educación integrales.

Me llama la atención lo protectores que somos los padres de hoy en día para determinadas cosas, confundiendo amor y cuidado con evitar dolor y frustración a nuestros hijos. Si no convocan a nuestro hijo al partido de fútbol del sábado, en lugar de respetar la decisión del entrenador, le interpelamos para que reconsidere su decisión por injusta. Si un profesor castiga a la niña por haber insultado a una compañera, pedimos cita con el tutor para afear la conducta del centro y exigir una restitución inmediata. Si nuestro retoño suspende matemáticas es porque necesita un psicólogo, no porque deba esforzarse más en las asignaturas que no le gustan. El mundo de algodón en el que criamos a nuestros menores acabará volviéndose en su contra cuando alcancen la mayoría de edad y empiecen a ser rechazados por la chica que les gusta o no sean contratados para el puesto al que opten. De la falta de tolerancia a la frustración ya hablé en un artículo anterior y ahora vuelvo a retomar la idea de lo pernicioso que es para cualquier niño ser educado pensando que es el ombligo del mundo y que, en lugar de los adultos, él tiene el poder.

Volviendo a la magia de las palabras, precisamente el “superior interés del menor” suele no coincidir con sus deseos. Si le preguntamos a un niño o niña si quiere seguir durmiendo o ir al colegio, todos imaginamos cuál será la respuesta más probable. Lo mismo sucede con la disyuntiva entre cenar hamburguesa o acelgas o con el dilema entre dejar de ver la serie de adolescentes o ponerse a estudiar. Cualquier adulto sabe de entre todas las alternativas expuestas cuál obedece a su superior interés, como también imagina que no coincide con lo que desea. Sin embargo, cuando de salir de la zona de confort del menor se trata -porque irse de su casa para pasar un fin de semana con el progenitor no custodio no deja de ser incómodo-, se sucumbe a la indolencia de este para generar un caldo de cultivo en el que los deseos (y comodidad) del menor se viste de ese pretendido interés del menor y se identifica con su superior interés. El roce hace el cariño y consentir la ausencia de contacto lleva al desamor.

Aunque es sencillo asimilar estos comportamientos a acciones voluntarias de los progenitores custodios siguiendo un plan preconcebido de apartamiento del otro -a quien no quieren ver ni en pintura-, con el paso del tiempo he llegado a una conclusión distinta. Si bien los comportamientos maliciosos existen -y no solo entre las madres, sino también entre los padres, sobre todo cuando los menores se convierten en adolescentes reactivos a la disciplina materna-, creo que la mayoría de quienes así se conducen lo hacen por puro fracaso educativo, por un amor malentendido y por poner en el epicentro del poder al menor, que necesita límites y autoridad como necesita besos y alimentos sanos. Esta generación de padres se sacude la responsabilidad como quien se quita la caspa de los hombros, dejando su deber de autoridad por el camino y, adicionalmente, responsabilizando al menor de la decisión de acudir a los tribunales. Me pregunto qué sucederá cuando ese menor crezca y descubra que él o ella ha sido el “causante” de ese frío que da crecer sin uno de tus referentes educativos. Por descontado que no siempre se pueden mantener los lazos con ambos progenitores, no hablo de supuestos en los que media violencia, drogas o ambientes objetivamente tóxicos, sino que me refiero a familias con diferencias, como todas.

Paralelamente a toda esta tendencia, tenemos un legislador que sigue dictando leyes bonitas para su electorado y para cumplir no sé cuántas recomendaciones internacionales en las que el Abracadabra del derecho de familia se repite como una letanía de rosario mariano. La Ley Orgánica 8/2021 de 4 de junio, de protección integral a la infancia y la adolescencia frente a la violencia dice veintiocho veces “superior interés” del menor, pero no dota ni un euro a la creación de juzgados especializados en menores como víctimas, no destina fondos para proveer de equipos psicosociales a los juzgados (algunos tardan más de año y medio en emitir informes que son cruciales para aquellos) y no se preocupa de que haya en todos los juzgados de España al menos una cámara Gesell (lugares especiales para tomar declaración a menores víctimas de delitos, donde se cuenta con ventana de espejo y donde es un psicólogo formado el que pregunta a través de un sistema de intercomunicación lo que el juez, fiscal o los abogados desean).

Mientras seguimos jugando a magos y dejando a los menores sin sus necesarias dosis de disciplina y frustración, desde los juzgados nos seguimos dando de bruces con la cruda realidad de los déficits sociales: ni formación en cómo realizar audiencias de menores, ni espacios amables para niños donde desdramatizar la experiencia judicial, ni psicólogos infantiles a disposición de los juzgados ni nada de nada. Aún tengo que soportar cada vez que pido al Colegio de Abogados un letrado de turno de oficio para que actúe como defensor judicial de un menor en un pleito donde hay un claro conflicto de intereses con sus progenitores la repetitiva negativa de que el colegio no los nombra para estos casos.

Ya ven. El verdadero superior interés del menor (tener un defensor judicial independiente, tal y como ha ordenado el Tribunal Constitucional) en estos casos no hace magia.

Artículo publicado en Disidentia el 26 de mayo de 2022. https://disidentia.com/el-superior-interes-del-menor-y-la-magia/

Los internamientos psiquiátricos urgentes: un procedimiento que garantiza los derechos de las personas con discapacidad

El pasado 3 de mayo salía una noticia en diversos medios de comunicación en la que se anunciaba que el Consejo de Ministros acababa de aprobar la Estrategia de Discapacidad para el 2022-2030 con el liderazgo por el Ministerio de Derechos Sociales. Entre las medidas propuestas para ser impulsadas, estaba la de reformar el artículo 763 de la Ley de Enjuiciamiento Civil que establece el internamiento psiquiátrico forzoso. Desde el ministerio liderado por Ione Belarra, se proponía asegurar medidas alternativas a la “institucionalización forzosa”, destacando la necesidad de prestar atención a las personas menores de edad.

En una de las noticias, el delegado de Derechos Humanos del Comité Español de Representantes de Personas con Discapacidad (CERMI), Gregorio Saravia, manifestaba que «Lo que está en juego cuando no se respeta la voluntad de una persona son los derechos humanos. Aquí no estamos hablando de alguien que ha cometido un delito, estamos hablando de que, por protección de esa propia persona, se dispone de su internamiento aún sin contar con su voluntad», y manifestaba que «la excepcionalidad de un internamiento forzoso no podía convertirse en regla «y es lo que está sucediendo ahora».Manifestaba que se estaban vulnerando derechos fundamentales con el actual sistema de internamientos.

La referida Estrategia de Discapacidad para el 2022-2030 no se encuentra publicada ni en la página web de Moncloa, ni en la del Ministerio de Derechos Sociales. Por tanto, tenemos como únicos datos los proporcionados por prensa y por las notas que figuran publicadas en las respectivas webs oficiales. No es la primera vez que la falta de transparencia pública a la hora de dar una noticia es caldo de cultivo propicio para que cada uno interprete lo que considere oportuno y pueda anatemizar al discrepante, acusándole de no haber leído la noticia.

Lo primero que hay que destacar es que probablemente la falta de formación jurídica entre quienes elaboran las notas de prensa y quienes redactan las noticias, llevan a mezclar diversos aspectos del tratamiento médico y asistencial de las personas con discapacidad. Una cosa son los internamientos urgentes por razón de trastorno psíquico  regulados en el artículo 763 LEC, otra son los internamientos asistenciales en residencias y centros de recursos -“institucionalización de la discapacidad”– y otra distinta son los medios de contención por sedación o mecánicos aplicados a personas con discapacidad, algo excluido expresamente en la Estrategia del Ministerio de Derechos Sociales por considerarlo materia correspondiente al Ministerio de Sanidad, si bien se manifiesta la necesidad de su regulación. Sobre esto último, por tanto, no me referiré, a la espera de lo que pueda anunciarse por el ministerio competente en un momento posterior.

Como estrategia política electoral, es un acierto convencer a la población de que es necesario legislar sobre algo ya legislado partiendo de una base errónea (si no falaz)es imprescindible modificar el artículo 763 LEC para que no se vulneren los derechos fundamentales de las personas con discapacidad, y, además, hay que proteger a los  menores de edad. Ante una afirmación así ninguna persona razonable puede mostrarse en contra, y es difícil convencerla de que esa reforma, planteada en esos precisos términos, es innecesaria. Mi experiencia en materia de internamientos psiquiátricos es lo suficientemente extensa -tanto en primera como en segunda instancia- como para afirmar que el procedimiento del artículo 763 LEC quizá sea uno de los procedimientos judiciales con mayores garantías que existen en nuestra legislación, salvedad hecha de la adopción de medidas cautelares y enjuiciamiento de delitos regulados en la Ley de Enjuiciamiento Criminal.

Para contextualizar el procedimiento de ingreso forzoso por trastorno psiquiátrico, es imprescindible hablar de la Ley Básica Reguladora de Autonomía del Paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica (Ley 41/2002, de 14 de noviembre). Dicha ley se fundamenta en la autodeterminación de las personas, dejando en manos de cada individuo la decisión sobre su propia salud. Así, si una persona, informada precisamente acerca de los riesgos que el tratamiento médico implica, se niega a ser sometida a este pese a ser imprescindible para salvar su vida, ningún médico ni juez podrá obligar a quien no quiere tratarse a hacerlo. El artículo 9.2, no obstante, establece cuáles son los supuestos en los que los médicos podrán intervenir sin necesidad de consentimiento del paciente (situaciones de riesgo para la salud pública o cuando el paciente no pueda prestar el consentimiento por estar inconsciente y en situación de riesgo vital).

Pese a que el artículo 9.3 establece la posibilidad de prestar consentimiento por representación (menores, personas con la capacidad de obrar modificada judicialmente -algo que ya no existe, por cierto- o personas en situación de inconsciencia, donde sus familiares pueden tomar en su lugar la decisión), en ningún caso, cuando la afección del paciente sea psíquica, cabe el consentimiento por representación, ni siquiera de los menores de edad. El artículo 763 LEC se aplica en estos casos frente al artículo 9.3 de la Ley 41/2002. Primera garantía del legislador para proteger a las personas con discapacidad: sólo un juez podrá tomar la decisión en estos casos.

El artículo 763 LEC regula el procedimiento de internamiento forzoso por razón de trastorno psiquiátrico y establece una garantía mayor cuando la persona a ingresar sea menor de edad. Básicamente, cuando alguien se encuentre en un estado mental que le impida tener conciencia de la realidad por causa de un trastorno psiquiátrico, el médico psiquiatra que le trate o que le atienda en urgencias, después de evaluar que no se encuentra en plenitud de facultades mentales, podrá, por su propia autoridad médica, ordenar el internamiento hospitalario para recibir el tratamiento que necesita y, adicionalmente, para someterle a pruebas de diagnóstico de la enfermedad cuyos síntomas de manifiestan por vez primera.

Cuando esto sucede, el hospital está obligado a comunicar en el plazo máximo de 24 horas al juzgado del partido judicial competente para ello, que dicho ingreso se ha producido, segunda garantía del legislador. A partir de ese momento, al juzgado dispone de otras 72 horas como máximo para ratificar o no el ingreso efectuado por el médico, de lo contrario deberá ser dado de alta, tercera garantía del legislador. En dicho plazo perentorio, la Comisión Judicial formada por el Letrado de la Administración de Justicia, el Médico Forense del juzgado y el juez, examinarán directamente y en privado al paciente, previo ofrecimiento de la posibilidad de estar asistido por abogado y procurador si así lo considera necesario.

También se procede a designar intérprete cuando la persona no habla español o se desenvuelve con dificultad en este idioma. Tres garantías más establecidas por el legislador, y van seis. Tras el examen judicial, el médico forense emite un dictamen independiente en el que valora tanto los informes médicos facilitados por el centro como su propia impresión resultado de la entrevista mantenida, séptima garantía. A continuación, se da traslado al Ministerio Fiscal como defensor de las personas con discapacidad y como garante de la legalidad en cumplimiento de los derechos fundamentales, e informa de manera independiente si se opone o no al internamiento, en base a las pruebas practicadas, octava garantía. El juez, finalmente, decide con independencia absoluta y deber de motivación si ratifica o no el internamiento. Si no lo hace, el paciente es dado de alta inmediatamente. Si lo hace, el auto es recurrible en apelación sin necesidad de abogado ni de procurador -novena garantía- y en él se requiere al hospital para que periódicamente informen del estado del paciente por si procede un nuevo examen. También se obliga a notificar el alta médica, décima garantía.

Cuando se trata de menores de edad, el 763 LEC obliga al juez a entrevistarse con los progenitores o tutores del menor, quienes normalmente ya habrán prestado su consentimiento para el ingreso (o, incluso, impulsado el mismo). Esto significa que si bien un progenitor o tutor puede sustituir la voluntad del menor para someterle a una intervención quirúrgica, un tratamiento médico o a la administración de una determinada medicación (artículo 9.3 Ley 41/2002), nunca puede hacerlo cuando se trate de un trastorno psíquico, donde siempre, aunque todos estén de acuerdo, incluido el menor, un juez tiene que ratificar el ingreso efectuado por el médico y los progenitores. Decimoprimera y cualificada garantía en caso de menores de edad. En estos casos, además, el juzgado recaba informe de los servicios públicos de asistencia al menor para que certifiquen que el centro sanitario en el que está ingresado el menor  es adecuado a su edad. Decimosegunda garantía.

Por tanto, decir que se va a impulsar una reforma del artículo 763 LEC para garantizar el respeto de los derechos fundamentales es faltar a la verdad. Con independencia de lo que diga el representante de CERMI, sin embargo doy el beneficio de la duda al gobierno en el impulso de la reforma y achaco a la falta de datos y de formación jurídica de los informadores las afirmaciones injustas vertidas en algunos medios de comunicación. Por otra parte, afirmar que hay que impedir que la excepción sea norma, deslizando la idea de que se ingresa más de lo que se debiera, es ignorante o falaz: un país en el que se han disparado las consultas por trastorno psíquico tras la pandemia y donde se están dando las primeras citas a más de seis meses con un colapso evidente de los servicios de salud mental, no podría internar por encima de lo imprescindible, aunque quisiera. Los hospitales públicos administran al dedillo cada cama, hasta el punto de que, en ocasiones, se ven obligados a dar altas antes de tiempo para atender casos más graves. ¿Qué generalización a la excepción reclaman desde CERMI? ¿Qué exigencia, por cierto, hace CERMI, tan complaciente con las medidas adoptadas por el gobierno para que la brecha social y económica no sirva para dejar desasistidas en salud mental a miles de personas por carecer de medios para pagar un psiquiatra privado? Precisamente parte del aumento de ingresos psiquiátricos forzosos obedece a la falta de tratamiento a tiempo.

Por descontado que lo preferible es que los pacientes sean atendidos en sus domicilios y que la institucionalización sea la última ratio. Desgraciadamente la endémica falta de inversión en salud mental ha convertido la asistencia familiar informal en la única salida de la mayoría de pacientes psiquiátricos y el ingreso en la excepción. Legislar con buenas intenciones no es suficiente para salvar vidas. Existiendo como existe un grave problema de asistencia primaria que no se ataja con inversión económica, pretender establecer por ley que los familiares se encarguen del cuidado de estos pacientes puede llegar a ser insultante para quienes no tienen otra opción que hacerlo sin apoyos públicos suficientes. Parece desconocerse que muchos enfermos mentales abandonan el tratamiento de forma voluntaria y únicamente con el tratamiento forzoso al que son sometidos con autorización judicial, no solo se están salvando vidas en los casos de intentos de suicidio, sino que se está frenando el deterioro neurológico que provoca la propia enfermedad mental no tratada.

Finalmente, en relación con la institucionalización a largo plazo, en otro artículo abordaré la problemática de los ingresos asistenciales en residencias de ancianos y centros sociales, sin regulación jurídica y sin control alguno si no fuera por la intervención de fiscalía y de los juzgados. El mismo gobierno que impulsó la controvertida Ley 8/2021, de 2 de junio, por la que se reforma la legislación civil y procesal para el apoyo a las personas con discapacidad en el ejercicio de su capacidad jurídica sobre la que ya me he pronunciado en un artículo anterior, “olvidó” reformar el artículo 763 LEC para dar cobertura a los ingresos residenciales de personas dependientes, bien para prohibirlos, bien para regularlos, puesto que el vacío legal existente sí puede estar dando lugar a vulneraciones de derechos fundamentales que no parecen interesar a nadie. El problema, me temo, es que es tal la inversión económica que ha de hacerse para proteger a personas en situación de vulnerabilidad pero sin deterioro cognitivo o deterioro escaso (ancianos que viven solos y no se alimentan bien, no se lavan, tienen riesgo de caídas, no toman la medicación, etc.) que se opta por ignorar el problema.

Una vez más, la falta de conocimiento de lo que sucede en la realidad permite ofrecer información que vierte dudas sobre el sistema, sobre los médicos psiquiatras y sobre el Poder Judicial y, de paso, desvía la atención sobre la falta de compromiso del gobierno en invertir seriamente en la atención a las personas con discapacidad y a sus familiares. El orden natural debería ser invertir y, después, mejorar la ley, no regular por ley y desaparecer.

Articulo publicado en Hay Derecho el 10 de mayo de 2022. https://www.hayderecho.com/2022/05/10/los-internamientos-psiquiatricos-urgentes-un-procedimiento-que-garantiza-los-derechos-fundamentales-de-las-personas-con-discapacidad/

La solidaridad social de ser madre

Se acerca el día de la madre. Desde que existen las redes sociales se ha extendido la costumbre de poner fotos de las propias madres en nuestras publicaciones, sin importar que los “hijitos” en cuestión peinemos canas y estemos más próximos a la jubilación que a la graduación. Resulta paradójico que las redes se plaguen de panegíricos de madres a sabiendas de que las señoras agasajadas ni tienen redes sociales ni saben que se están difundiendo sus imágenes y siendo objeto de likes y alabanzas de desconocidos entregados a la causa. Cuánto bien haríamos si, en lugar de “presumir” de madre en twitter -o poner fotos nuestras con ella como excusa tanto para lucir palmito como para destacar lo buenos hijos/as que somos-, les dijéramos en persona el bien que nos hacen y lo felices que estamos de ser sus hijos. Pero ya saben, lo que no se exhibe, no existe.

Como madre de tres hijos que soy y pese a que me considero una privilegiada en mi maternidad por los apoyos que he tenido y tengo, me sonrío todos los años cuando leo los periódicos y los telediarios dando noticias un poco naíf sobre este día. Reflexiono para mis adentros y pienso en la cantidad de imposiciones sociales y culturales que tenemos las madres. Porque ser madre es bastante difícil, salvo que te equipes de grandes dosis de resbalismo, que, a las edades en las que las mujeres nos dedicamos a procrear, no suele abundar. Es cierto que nuestras madres y abuelas lo tuvieron bastante más difícil que nosotras en muchos aspectos, ya que antes había una elevada tasa de mortalidad infantil, altas probabilidades de fallecer en el parto y mayores dificultades económicas, pero cada época tiene sus cosillas. “Cada día tiene su afán”, que dice un amigo mío aragonés con mucha gracia para los refranes.

Ser madre es algo que te meten en la cabeza desde que naces, como si no tener hijos fuera fracasar como mujer. Todo lo que rodea a la acción de procrear es como si fuera patrimonio de la humanidad. Como siempre digo entre mis amigos, una vez que te quedas embarazada y lo comunicas, tu cuerpo deja de ser tuyo para empezar a ser de tu familia, de tus vecinos y hasta de una señora que se sienta a tu lado en el metro. “No deberías hacer eso”, “siéntate, que no es bueno que camines tanto”, “come de esto que es nutritivo para el niño”… si no fuera porque el Código Penal es un poco tiquismiquis para algunas cosas, en ocasiones he estado tentada de abofetear a los desconocidos que se creen con derecho a decirte qué tienes que hacer y cómo. Eso sí: no les busques después para que te ayuden a criar al bebé o, simplemente, para que soporten sus llantos, porque, una vez que en niño nace, ya es cosa tuya y toca molestar a otra.

Deberíamos ser lo suficientemente respetuosos y evolucionados como sociedad para apoyar y respetar la decisión individual de no tener hijos sin que por ello se nos marque con carteles estereotipados igualmente lastradores, algo que no se hace con los varones, por cierto. Ser madre parece ser una obligación. Cuando comienzas la vida en pareja todo el mundo te pregunta que para cuándo el niño. Si dices que no quieres tener hijos, te darán la murga una y otra vez preguntándote por qué, mientras en corrillos privados te llamarán egoísta. Si pasado un tiempo no has tenido descendencia, sin ningún pudor te preguntarán si es que no puedes tener niños, te avisarán de que “se te va a pasar el arroz”, o las dos cosas. Si los tienes, que para cuándo el segundo. Si decides tener un tercero o cuarto, que si eres una “coneja”. Da igual lo que hagas: la decisión de ser madre es algo que socialmente parece no pertenecerte.

La naturaleza es tan cabrona, además, que otorga a las mujeres el esplendor de la fertilidad en los años en los que aún nos estamos formando o estamos tratando de encontrar una estabilidad laboral y afectiva. Salvo que seas rica, funcionaria o tengas una pareja que perciba ingresos suficientes para emprender la aventura, tener hijos joven suele ser el pasaporte hacia el descuelgue laboral. Quienes no están dispuestas a ver mermada su carrera profesional, renuncian a la maternidad o acceden a ella mucho más mayores, reduciendo así las posibilidades de tener más de un vástago. Porque esa es otra: no sólo se tienen los hijos más mayores sino que se tienen cada vez menos.

Según fuentes del Eurostat, a lo largo de los años, el número de nacidos vivos en la UE ha ido disminuyendo a un ritmo relativamente constante. Si en 2001 se registraron 4,4 millones de niños en la UE, en 2020 la cifra bajó a 4 millones. España se encuentra, junto con Italia y Malta, dentro de los tres países de la Unión con menos tasa de natalidad por habitante (1,23, frente a los 1,86 de Francia o los 1,57 de media). Además, en 2019 España ocupaba junto con Italia y Luxemburgo la tasa de madres primerizas de mayor edad de la Unión Europea (31,1 años) y somos el país de Europa con mayor porcentaje de madres mayores de 40 años (un 10% de los nacimientos).

Gracias a la población inmigrante, la tasa de crecimiento poblacional no se ha ido a pique. Pese a que decidir formar una familia y tener hijos es algo que parte de la pareja o, en su caso, de la mujer que quiere convertirse en madre, la natalidad no es cosa de dos, sino un verdadero problema social. En mi opinión, únicamente cuando asumamos como sociedad que “ser madre” es el mayor acto de solidaridad que existe, que “ser madre” es apostar por la sostenibilidad y que “ser madre” es rentable económicamente, empezarán a adoptarse verdaderas medidas que contribuyan a garantizar la igualdad real de mujeres y hombres.

Un inciso: que me disculpen los varones cuando centro el discurso en “ser madre”. Por descontado que la naturaleza exige la confluencia de un padre para cada parto, pero no creo que deba explicar a los lectores las consecuencias físicas, personales y laborales que la acción de procrear produce en unos y otras. Y se trata de ayudar a la fracción de la progenitura que peor parte se lleva en esto para que pueda decidir libremente dar el paso sin hipotecar su vida más allá de lo imprescindible.

Aunque suene estajanovista y frío, tener un hijo es aportar capital humano y riqueza. Cada bebé que nace es un futuro contribuyente, un futuro trabajador y un futuro cotizante. “Un bebé es una bendición”, que dirían las abuelas. Cuánta razón.

Ojo: los obstáculos a la maternidad no proceden solo de los empleadores. Tanto los poderes públicos como nosotros en nuestro día a día hacemos muy difícil que la situación mejore. Que se siga penalizando a las madres trabajadoras o en edad de procrear en las empresas es, además de inaceptable e injusto, de una visión empresarial cortoplacista poco práctica. Nada más rentable para una empresa que trabajadores valorados y cuidados. También hay que decir que la legislación no es suficiente para incentivar el trabajo femenino y la empleabilidad de las madres. Como he denunciado en otros foros y artículos, la igualdad de la pancarta y el lazo es barata y brillante, pero las batallas se libran en otros foros donde hay que pisar callos, gastarse dinero y ser verdaderamente audaces.

Pero no basta con echar la culpa a los poderosos. Cada vez que un bebé nos molesta en el avión, cada vez que no soportamos que correteen los niños por la sala de un restaurante o cada vez que reprobamos que una señora se saque el pecho para amamantar a su hijo, estamos dificultando nosotros también que una mujer aporte a la sociedad el medio para sostener nuestro futuro. Creo que no pido mucho, aunque me sorprende que esta visión económica de la maternidad esté tan poco extendida. Como en muchas otras cosas, nos quedamos en la superficie, idealizando ñoñamente el concepto de maternidad, desprendiéndolo de sus verdaderas implicaciones y prefiriendo la campaña de El Corte Inglés del Día de la Madre que pelear porque la maternidad sea más fácil.

Qué tiempos aquellos en los que en el Paleolítico se adoraba a la Venus de Willendorf, como representación de la Madre Tierra. Aquellos homínidos estaban poco evolucionados, pero tenían bastante claro dónde estaba la riqueza de su pueblo. Qué torpeza la nuestra.

Artículo publicado en Disidentia el 27 de abril de 2022 https://disidentia.com/la-solidaridad-social-de-ser-madre/

Maternidad e hipocresía

Uno de los primeros reportajes periodísticos que se hicieron cuando Rusia invadió Ucrania tenía como objeto a parejas españolas preocupadas por el futuro de los bebés que estaban siendo gestados por mujeres ucranianas. Los protagonistas de la noticia, con cara circunspecta, mostraban su consternación por no poder viajar a por unos bebés que consideraban suyos en virtud de los contratos que habían firmado. La Plataforma Apartidista por la Protección de la Infancia Nacida en Georgia y Ucrania (APINGU) —paradójico nombre, por cierto— colgó un tuit el 24 de febrero en el que etiquetaba a organizaciones y personas como La Moncloa, la OTAN, Josep Borrell o la Unión Europea en el que decían: “Las familias recurrentes a la #GestaciónSubrogada en Ucrania estamos muy conmocionadas. Sufrimos y tememos por las gestantes que coengendran a nuestros hijos y por sus familias. Pedimos a España y Europa que estén #ConElPuebloDeUcrania en la defensa de su vida y derechos humanos”. El mensaje desató la ira de Twitter por mezclar en el mismo tuit “derechos humanos”, “gestación subrogada” y “coengendrar”. Para sufrir un incendio en esa red social no hay que esforzarse mucho, pero, en este caso, se mezclaban demasiadas cosas que garantizaban la reacción, especialmente en un momento en el que estábamos aún asimilando la invasión rusa. Y es que, pese a que un cordón umbilical alimentaba y oxigenaba a fetos en el interior de decenas de jóvenes ucranianas en ese momento, para quienes decidieron firmar con ellas un contrato de “maternidad subrogada” (bonito eufemismo para no decir “vientre de alquiler”, mucho más descarnado y descriptivo), esas mujeres ni eran madres ni tenían derecho alguno sobre sus bebés.

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No estáis solas

Cuando se habla de igualdad y de violencia de género, tendemos mecánicamente a ofrecer visiones catastrofistas de la realidad, como si fuera nuestra obligación ser negativos para dotar de credibilidad a nuestro mensaje. Cierto es que, mientras siga habiendo mujeres que mueran a manos de sus parejas o exparejas, tenemos un problema social que hay que combatir, pero soy de la opinión de que solo analizando bien las causas podremos poner el foco en áreas de mejora. Los análisis con brocha gorda no suelen dar buenos resultados.

Hace un año, la presidenta del grupo de expertos sobre lucha contra la violencia hacia las mujeres y la violencia doméstica (Grevio) del Consejo de Europa, Marceline Naudi, realizó unas declaraciones en las que manifestaba que España “es pionera en desarrollar un marco legal contra la violencia de género”. Y es cierto. La Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre, de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género fue la primera que abordó de forma global este tipo de violencia. Tan pioneros fuimos que la ley fue publicada siete años antes de que se firmara el Convenio de Estambul y otros países han seguido nuestro modelo.

España es un país razonablemente igualitario. Si bien hemos pasado de ser en 2018 el quinto mejor país del mundo para nacer mujer a ser el decimocuarto, según el informe 2020-2021 Women, Peace and Security Index (WPS) de las universidades de Georgetown y Oslo, el descenso de puestos se debe al aumento del paro femenino y a la disminución de los años de educación, no a la violencia ejercida contra las mujeres. En Europa, somos los sextos mejor valorados, según el Índice Europeo de Igualdad de Género de 2021.

En el año 2021, 159.352 mujeres fueron víctimas de este tipo de violencia, según la memoria anual del Observatorio de Violencia de Género. Los delitos que más se cometen son de lesiones y maltrato. Cuando el procedimiento penal sigue su curso por existir denuncia, el porcentaje de condena supera el 90%. Además, se adoptaron 26.254 órdenes de protección, un 70,4% de las solicitadas.

La violencia de género es un problema complejo en el que influyen múltiples factores, la mayoría de ellos culturales. Pese a sus detractores y al intento interesado por parte de algunos partidos y grupos de presión de igualar todas las violencias, es evidente que las circunstancias concurrentes en el ámbito de la violencia de género son específicas y son el resultado de siglos de dependencia femenina del varón, especialmente económica. Combatir la más lacerante de las desigualdades requiere sobre todo un abordaje cultural y educativo, porque cuando las Fuerzas de Seguridad del Estado y la justicia intervienen, el hecho delictivo ya se ha producido. La prevención es la asignatura pendiente y la que más recursos requiere. El derecho penal, por tanto, no puede ser la principal herramienta del Estado para combatir la violencia, sino la ultima ratio cuando el resto de medidas fallan. Aun así, hay que trabajar para que disminuya el porcentaje de mujeres que se acogen a su derecho a no declarar (un 10%) y para que aquellas que no se atreven a denunciar, lo hagan.

Por todo esto, resulta cuando menos sorprendente que desde determinadas instituciones públicas, además de lanzar mensajes confusos acerca de esta realidad, se desincentive la lucha contra la violencia de género. Hace unos días, las asociaciones judiciales —y el CGPJ, al rebufo— protestaron por la exhibición de un cartel en una estación de transporte de Baleares. El cartel, patrocinado por el Institut de la Dona de Baleares, el Pacto de Estado contra la Violencia de Género y la consejería de Presidencia, Función Pública e Igualdad del Gobierno de Baleares, formaba parte de una exhibición de la artista Diana Raznovich sobre micromachismos, y exhibía el dibujo caricaturizado de una mujer víctima de violencia de género con un ojo morado y el brazo en cabestrillo ante un juez estereotipado que le decía: “¿Cómo voy a creer que su marido la maltrata si usted está viva?”.

No se hicieron esperar las críticas contra la piel fina de la judicatura, a la que se acusó de cercenar la libertad de expresión de la artista. En mi opinión, no se quiso entender que el cartel en cuestión era una rotunda metedura de pata. Si el dibujo hubiera formado parte de una exposición artística, de la portada de una revista satírica o, incluso, de un sketch de televisión, no hay nada que objetar. Un Estado democrático debe tolerar la crítica a las instituciones y la libertad artística. El problema radica en que el dibujo en cuestión estaba financiado por poderes públicos cuya finalidad primordial es luchar contra la violencia de género.

Me pongo en la piel de una mujer que está siendo víctima callada de su pareja a quien el miedo y la angustia le impiden dar el paso y denunciar. Encontrarse con ese cartel llevaría a decidir no acudir a la Policía. El mensaje es claro: la autoridad te dice que no denuncies, porque no te van a creer y se van a reír de ti. Por un lado, se realizan campañas de concienciación hacia la denuncia; por otro, se financian campañas en las que se fomenta la desconfianza en el sistema.

No comprendo el empeño que, desde determinados sectores de las administraciones públicas copadas por miembros de una concreta opción política, se tiene en desacreditar a las instituciones democráticas, aún en contra de los intereses de las personas más vulnerables, como en este caso. Por querer atacar al poder judicial, se tiran piedras contra el tejado de la lucha contra la violencia sobre la mujer. ¿Qué alternativa se les está ofreciendo entonces? Si no confían en policía y jueces, ¿en quién lo harán? Únicamente los jueces tienen la potestad de acordar medidas de alejamiento, instalación de pulseras de seguimiento o prisión provisional. Otra alternativa democrática no existe.

Como en toda actividad humana, el acto de impartir justicia es imperfecto y puede dar lugar a errores y malas praxis, pero el sistema de recursos y los contrapesos que ejercen acusación y defensa permiten administrar una justicia garantista con los derechos de víctima y victimario. Si el trato a las denunciantes no es mejor, no es por falta de interés o por despreciar el sufrimiento de estas, como parece hacer creer el cartelito de marras. La ausencia de dotación de medios a los juzgados obliga a los profesionales de la justicia a echarse todo a las espaldas con voluntad y responsabilidad, pero sin ayuda. Poca gente sabe que, pese a que en los partidos judiciales más grandes existen juzgados especializados, en la mayoría de ellos el juzgado de Violencia de Género es también un juzgado de Instrucción y de Primera Instancia, donde el titular, además de tener que decidir sobre la orden de protección interesada, tiene que resolver cláusulas abusivas de un contrato bancario y tomar declaración a un detenido por robar una bicicleta.

Más dotación económica y menos deslealtad institucional. Y menos estereotipos de género, por cierto. Nunca es mal momento para recordar que el 54,8% de los miembros de la carrera judicial somos mujeres, algo que no se contempla en el ideario colectivo cuando nos imaginan.

Artículo publicado en El País el 9 de abril de 2022 https://elpais.com/opinion/2022-04-09/no-estais-solas.html

La posible inconstitucionalidad del artículo 94.4º del Código Civil

No es la primera vez que el legislador pretende solucionar un problema social a través de atajos legales. El Tribunal Constitucional ya lo dijo en la Sentencia de Pleno nº 185/2012, de 17 de octubre ­en la que se declaró nulo el inciso «favorable», al considerar que la exigencia del “informe favorable del Ministerio Fiscal”, del artículo 92.8 Código Civil para conceder la guarda y custodia compartida, era contraria a lo dispuesto en el artículo 117.3 de la Constitución Española. Entendió el tribunal que se limitaba injustificadamente la potestad jurisdiccional que este precepto otorga con carácter exclusivo al Poder Judicial. El Alto Tribunal declaró que la vinculación del Juez al informe del Fiscal infringía el derecho a la tutela judicial efectiva del artículo 24.1 de la Constitución, pues al depender el pronunciamiento judicial de tal dictamen, se menoscaba el derecho a obtener una resolución sobre el fondo.

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Los huesos del amor

En el verano de 2001, Ana Gracia Téllez, Doctora en Biología por la Universidad Complutense de Madrid, descubrió en la Sima de los Huesos del yacimiento de Atapuerca (Burgos) el cráneo 14. Aquel hallazgo vino a confirmar las teorías que apuntó Darwin en El Origen de las Especies (1859), quien había concluido que una especie tan débil como la humana había conseguido dominar el mundo gracias al uso de la tecnología y a su facultad de formar grupos compuestos por individuos capaces de colaborar entre sí y dividirse el trabajo. ¿Y qué tiene el cráneo 14 que no tengan los otros 28 cráneos hallados en el yacimiento más importante de Europa?

El cráneo 14 contiene amor.

Los científicos que trabajan en el yacimiento tienen la maravillosa costumbre de poner nombres a todos los homínidos descubiertos, por lo que el cráneo 14 pertenece a Benjamina, una niña que falleció a los diez años de edad y de la que se sabe que nació con una enfermedad invalidante, una craneosinostosis, que le habría provocado deformidades en la cabeza, probable afectación psíquica y limitación motora. Benjamina nos enseña con sus huesecitos dispersos que hace 530.000 años alguien la amó tanto como para mantenerla con vida hasta la preadolescencia. El grupo de homínidos coétaneos de la niña de Atapuerca cuidó de esta como del resto de niños durante el Pleistoceno Medio. La llevaron a cuestas, la alimentaron, le dieron de beber y la arroparon del frío. Los animales no cuidan de sus semejantes con patologías invalidantes, por lo que podemos afirmar que el salto del hombre desde la naturaleza bruta a la naturaleza racional fue el amor.

Decía Darwin que el ser humano, a diferencia del resto de especies, era capaz de vincularse a otros individuos con los que no formaba familia para cooperar, sustituyendo la competencia egoísta por el bien común. Esa forma de relacionarse supuso un salto del “cariño” (afecto entre iguales, presente en algunas aves y mamíferos) hacia el “amor”, algo intelectualmente más complejo. Benjamina fue la más querida de su grupo, ya que fue cuidada por todos hasta que su cuerpecillo no sobrevivió a las duras condiciones naturales en las que vivía.

Cuando visité el Museo de la Evolución Humana de Burgos en 2014, me quedé impactada por la historia que acabo de contar porque me produjo la íntima satisfacción de confiar en la naturaleza humana, capaz de crear las cosas más bellas de la vida, aunque también seamos causantes de mucha maldad. Alguien tan optimista como yo necesitaba saber que la bondad es consustancial a la aparición de la inteligencia.

Me acordé de Benjamina por asociación de ideas el otro día, cuando tuve que entrevistar en el juzgado a un chico de veinte años afectado gravemente por un Trastorno del Espectro Autista que le impedía hablar, comunicarse, estarse quieto un segundo y tranquilizarse. Acudió al juzgado acompañado de su madre, una mujer que hablaba español con dificultad y que no tenía más familia que a él. Una buena vecina la ayudaba a contener a su hijo mientras hablaba conmigo y con la fiscal, ya que el muchacho no paraba de golpear los bancos, las paredes y el estrado. Incluso llegó a abalanzarse sobre mi para sujetarme la manga. Aquella mujer -que no hacía más que pedir perdón como una letanía y nos agradecía una y otra vez la ayuda que íbamos a brindarle para su hijo-, era una oda a la desgracia: pobre, inmigrante, sola y con un hijo con una gran discapacidad. De hecho, no podía trabajar, porque debía dedicarse en cuerpo y alma a aquel hombrecito joven que sólo se calmaba al aire libre. «¿Ha pensado en alguna solución residencial?». La mera pregunta ensombreció el rostro de la mujer que contestó «yo puedo cuidar de mi hijo».

Cuando salió de mi Sala de Vistas pensé en lo mal que lo habría pasado aquella familia de dos miembros durante la pandemia y me volví a enfadar como lo hice en marzo de 2020. Si el chaval sólo estaba tranquilo bajo el cielo abierto, ¿cómo le había podido contener su madre durante las primeras semanas de confinamiento? Nuestra memoria es frágil, pero en aquellos momentos los perros parecían tener más derechos que los bebés recién nacidos necesitados de Vitamina D o que las personas con discapacidad. Entonces no entendí por qué se obligaba al encierro a los más vulnerables y a las personas con discapacidades severas. Ahora sigo sin entenderlo. La reacción gubernamental se hizo esperar, tal es la ausencia de perspectiva de discapacidad que tienen quienes nos gobiernan.

El otro día fue el Día Mundial del Síndrome de Down. Nuevamente volvió a llenarse la televisión, la prensa y las redes de fotos de preciosos niños con trisomía del par 21. Nuevamente la solidaridad con este colectivo pintó de colores las pantallas, al igual que en el día internacional del espectro autista nos ponemos el azul en los perfiles o en el día mundial de la parálisis cerebral hacemos campañas ingeniosas para visibilizar esta patología. El resto de días, sin embargo, nos olvidamos de que el mundo es un lugar hostil para muchas personas.

Con la discapacidad pasa lo mismo que con muchas otras cosas que tienen que ver con problemas sociales, que alguien muy listo, muy inclusivo y muy superior moralmente al resto decide imponer cómo hay que sentir la discapacidad (“es un regalo tener a alguien con discapacidad en casa, te convierte en mejor persona”), cómo hay que llamarles para respetar su dignidad (“personas con diversidad funcional”) y dónde tienen que estudiar (“en la escuela ordinaria, son niños como los demás”), sin avergonzarse ni un ápice de su atrevida ignorancia acerca de lo que implica cuidar de una persona gran dependiente, como hacía la madre que me vino a ver al juzgado.

La discapacidad es concebida como un todo homogéneo, como si un ciego fuera igual que una persona con ELA o que un individuo con tetraparesia. Homogeneizar la discapacidad para definir una realidad tan compleja acaba desenfocando el problema y enfrentando a unos colectivos con otros, compitiendo entre sí por los escasos recursos y por la priorización de sus necesidades, muy diversas unas de otras. Por la misma razón, las propuestas y soluciones a los problemas de las personas con discapacidad, suelen estar muy alejadas de lo que verdaderamente necesitan estas personas.

Se apela a la inclusión como un objetivo deseable a la vez que se olvida adaptar los edificios públicos. Si no me creen, visiten ustedes el juzgado del partido judicial al que pertenecen con un carrito de la compra y observen el festival de barreras arquitectónicas que se encuentran: solo los edificios más nuevos han previsto rampas y espacios amplios, en el resto de edificios, en los despachos de los médicos forenses no cabe una silla de ruedas, los ascensores –si existen– son diminutos, las Salas de Vistas tienen los bancos anclados al suelo impidiendo el paso de sillas de ruedas y, por supuesto, los abogados o fiscales con discapacidad motora no cuentan con rampas para subir a estrados.

Vivimos en el mundo de la contradicción.

Se dan donativos para causas benéficas, pero se evita trabajar con el compañero con discapacidad (contratado por la empresa para ahorrarse un dinerillo en su seguro social) “porque va demasiado lento y yo tengo prisa”, apartándole del grupo.

Se ponen lazos de colores o símbolos en los perfiles, pero se lanzan miradas censoras a los padres que en un lugar público no consiguen hacer callar a su hijo, sin que se les pase ni un segundo por la cabeza que ese menor pudiera estar afectado de algún síndrome.

Se apoyan las iniciativas políticas de inclusión educativa, pero no se invita al cumpleaños de los hijos al niño “diferente” de la clase, “porque es muy ruidoso y pega a los demás”.

Se compra lotería de Navidad para apoyar corporaciones que velan por mejorar la vida de las personas con discapacidad, pero se aparca el coche “un momentito” en plaza de minusválido cuando se va a comprar unos tomates al súper.

No se habla de la “perspectiva de discapacidad”, pero es algo en lo que debería incidirse en la formación desde las escuelas. Basta romperse una pierna y andar en silla de ruedas para entender de lo que estoy hablando. La perspectiva de discapacidad no tiene nada que ver con la compasión ni con imponer a los demás cómo tienen que sentirse. Tampoco implica que deba perseguirse el borrado de la discapacidad dejando de hablar de ella o disfrazándola con eufemismos que, a veces, humillan. La discapacidad debe integrarse como una característica indivisible de determinados individuos a quienes, por razón de sus dificultades, los poderes públicos deben proteger y auxiliar. Se necesita empatía y ponerse en los zapatos del otro. Que cuando nieve, se quite el hielo de la puerta de los centros de mayores y personas con discapacidad antes que del Mc Donald’s. Que cuando tu perro hace sus necesidades en la calle las recojas, no solo por civismo, sino porque hay personas que manejan sus sillas de ruedas con las manos. Que quizá no sea buena idea compartir tu música machacona con un altavoz inalámbrico por la calle o en la playa, porque puedes alterar a alguien con autismo, que odia la música estridente. Que las plazas de minusválidos no son plazas de momentitos, sino aparcamientos para quienes no pueden moverse como tú.

La discapacidad no es cosa “de otros” porque esos otros no la han elegido y porque es un fenómeno cada vez más extendido, fruto del alargamiento de la esperanza de vida y de los avances de la medicina. No se trata de ser alguien distinto a lo que ya fue el Homo Antecessor que pobló los alrededores de Burgos hace miles de años. Se trata de amar a las Benjaminas desconocidas de nuestro entorno, facilitándoles la vida con nuestro compromiso con su verdadera inclusión.

Foto: Brent Danley.

Artículo publicado en Disidentia el 31 de marzo de 2022. https://disidentia.com/los-huesos-el-amor/

¿Privatizar la libertad de expresión?

Pareciera como si las fake news y la difusión de bulos no tuvieran solución. Cada vez que hay una polémica importante, miles de cuentas polarizan la opinión y obligan a cualquiera que deba manifestarse a posicionarse a favor o en contra, sin matices, de forma inmediata, radical e inamovible. Nos hemos convertido en meros soldados de la desinformación.

Con la guerra de Ucrania esto es aún más evidente: el pretendido veto a los medios rusos, los bulos que circulan por WhatsApp difundiendo imágenes correspondientes a otros conflictos armados o la suspensión de cuentas que suben determinadas imágenes demuestran varias cosas. La primera, que la guerra no es solo física, sino que también se libra en el terreno de la información. La segunda, que hemos normalizado que una empresa extranjera con capital privado decida qué se puede y qué no se puede transmitir. La tercera, que estamos encantados con la infantilización a la que voluntariamente nos sometemos.

Entiendo que no es sencillo lidiar con tamaña sarta de falsedades, algunas verdaderamente malintencionadas y bien construidas, pero deberíamos pararnos a pensar en si es buena idea que se regule en el ámbito europeo una carta de derechos digitales y una normativa por la que las grandes plataformas asuman un mayor grado de responsabilidad en el contenido que difunden. Si bien intuitivamente pudiera ser buena idea que las redes sociales respondan de lo que en ellas se publica, dicha decisión convierte a aquellas en verdaderas gestoras de nuestro derecho a la información y, sobre todo, de nuestra libertad de expresión. Porque libertad de expresión no es decir cosas interesantes y veraces, sino que engloba hacer propaganda, mentir y decir idioteces. Sería un error asimilar la responsabilidad de los directores de los medios informativos con la de los administradores de redes por razones obvias, ya que estas no son unos medios de comunicación con línea editorial, sino unos prestadores de servicios de la sociedad de la información.

Formamos parte de la primera generación que se enfrenta al enorme cambio que ha supuesto la sociedad de la información. Tenemos un instrumento poderosísimo sin que nos haya dado tiempo a desarrollar habilidades digitales ni competencias mediáticas. Con un nuevo lenguaje utilizamos los mismos códigos interpretativos que ya existían antes de su aparición, sin darnos cuenta de los desajustes que esto provoca y sin tener aún conciencia de la necesidad de aprender a vivir esta nueva forma de relacionarnos. Somos como Paco Martínez Soria en La ciudad no es para mí, cuando con un móvil en la mano pretendemos informarnos y comunicar. La diferencia es que el maño era perfectamente consciente de su vulnerabilidad en el Madrid de los sesenta y trataba de adaptar sus códigos de comportamiento a las novedades que le asediaban a diario, mientras que nosotros nos consideramos perfectamente preparados para las redes, sin un ápice de autocrítica ni de interés en evolucionar hacia una mayor conciencia de nuestra fragilidad.

Siempre da buenos resultados culpabilizar a otros: al Gobierno, a los rusos, a los bots o a la deficitaria educación recibida por nuestros jóvenes. Hace tiempo que nos hemos subido al carro de la infantilización social, de eludir cualquier tipo de responsabilidad en la difusión de bulos y fake news. Nuestra pereza e indolencia ve con buenos ojos que un tercero -el titular de las redes- decida qué mensajes deberían ser borrados por su potencial daño a la democracia. Sin embargo, no somos conscientes de que, una vez se atribuye a las plataformas la potestad de decidir retirar contenidos so pena de asumir una responsabilidad por su difusión, estamos convirtiendo a las redes en entornos manipulados, artificiales y dirigidos donde potencialmente pueda terminarse difundiendo solo información conveniente para los lobbies de determinadas corporaciones. Hoy es Rusia, pero ¿por qué no más adelante determinados estudios sociológicos, declaraciones de políticos o cualquier otra cuestión controvertida?

Incluso los tribunales se muestran permisivos ante el poder omnímodo que se está concediendo a las redes. Ningún derecho fundamental debiera poder ser cercenado por una empresa. Debería regularse un mecanismo de control de determinados contenidos por parte de autoridades administrativas u organismos de autorregulación cuyas decisiones fueran inmediatas y siempre susceptibles de control por los tribunales. Paralelamente, los ciudadanos deberíamos asumir que tenemos que desarrollar el pensamiento crítico y contrastar la información. Hay que espabilar: estamos en otra era a la que debemos adaptarnos sin esperar que sean otros los que nos saquen las castañas del fuego. Solo así conservaremos los derechos que tantos siglos hemos tardado en alcanzar.

Artículo publicado en El País el 20 de marzo de 2022 https://elpais.com/opinion/2022-03-20/privatizar-la-libertad-de-expresion.html

Delitos de odio por encima de nuestras posibilidades

Decía Liu Xiaobo que “los medios de comunicación electrónicos dentro del país y en el extranjero permiten vencer la censura del Partido Comunista chino. (…) En este juego de prohibición y contraprohibición, el espacio de expresión del pueblo aumenta de milímetro en milímetro. Cuanto más avanza el pueblo, más retroceden las autoridades. Ya no falta mucho para que se pueda cruzar la frontera de la censura y para que la libertad de expresión se convierta en una exigencia pública del pueblo”. Poco imaginaba el militante chino de la libertad de expresión —que fue galardonado con el Nobel de la Paz— que, casi dos décadas después de dirigir estas palabras a la ONG Reporteros sin Fronteras, la libertad de expresión se iba a encontrar seriamente amenazada en el mundo occidental.

La temperatura de la democracia de un país se mide precisamente en el respeto al ejercicio real de la libertad de opinión y de expresión. Cuando pensamos dialécticamente en una dictadura, lo primero que nos viene a la cabeza son los silencios impuestos, las miradas entremezcladas de miedo y reprobación ante excesos verbales en público, la censura de películas y libros, la difusión de “la historia oficial” como único discurso. Por eso en las democracias, la libertad de expresión constituye la base de los derechos humanos, lo que nos eleva desde el hombre primitivo hacia un ser civilizado, ordenado, sometido a un sistema político libre donde las minorías son respetadas y las mayorías deciden quiénes han de gobernarnos.

Observo la tendencia hacia una pérdida constante de libertad de expresión derivada de la confusión generalizada entre lo que supone su ejercicio y la necesidad de que lo manifestado sea de nuestro agrado. Esta desviación no es exclusiva de nuestro país, sino que es un mal endémico occidental, en una dinámica de autofagocitación de la democracia, que muere de éxito. En el momento de la historia en el que gozamos de más libertades que nunca, el hombre posmoderno siente el vértigo de esa libertad y da rienda suelta a comportamientos que parecieran querer volver a estadios de mayor cercenamiento y censura.

La hipertrofia del derecho penal y el populismo punitivo, del que tantos autores han hablado, están inundando los tribunales de querellas y denuncias por delitos de expresión, a los que suele añadirse la coletilla de “delitos de odio”, para enfatizar lo inaceptable del comportamiento perseguido. Las modas llegan a todas partes, hasta a la “delincuencia”. Poco importa que nos haya enmendado en más ocasiones de las deseables el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, precisamente por condenar como delitos de expresión conductas atípicas, con interpretaciones analógicas inaceptables, que seguimos en la misma dinámica.

Hace unas semanas se hizo pública la absolución del humorista David Suárez por la Audiencia Provincial de Madrid de un delito de odio contra el colectivo de personas con síndrome de Down. Tanto la Fiscalía como la acusación particular ostentada por Plena Inclusión Madrid pedían para él un año y diez meses de prisión. El caso de Suárez es el último de un interminable collar de cuentas de redes sociales frente a quienes se ha puesto a funcionar la maquinaria judicial. En mi opinión, la decisión absolutoria de la Audiencia Provincial (que es recurrible en apelación) es acorde a la jurisprudencia del Tribunal Constitucional y del Tribunal Europeo de Derechos Humanos en materia de delitos de odio, al afirmar que el polémico tuit —en el que se hacía referencia a lo satisfactorio de una supuesta felación realizada por una mujer con síndrome de Down haciendo referencia a su exceso de salivación—, era una “obra de ficción” de carácter “dañino” para las personas con síndrome de Down, pero que, para ser delito de odio, requeriría de algo más que de un sentimiento de rechazo. Sin embargo, no basta con que no haya recaído finalmente una condena: el acusado ha tenido que pasar por la pena de banquillo. Hay muchas personas a las que esto les parece bien, como cuando en tiempos oscuros se sometía al escarnio público a los malhechores, como una suerte de capítulo de Juego de tronos con una Cersei Lannister exhibida desnuda por las calles de Desembarco del Rey al grito popular de “vergüenza”. Nostalgias impropias de un Estado moderno.

El deficitario respeto a la libertad de expresión lleva al reduccionismo de entender que defender que la acción de Suárez no es delictiva es equivalente a reírle las gracias y a no respetar a las personas con discapacidad. Nada más lejos de la realidad. Simplemente, sucede que en España no es delito tener mal gusto, decir estupideces, ser soez, machista o tener poca gracia. No existe el carnet de “ciudadano ejemplar” que se otorgue a quienes digan siempre lo adecuado, sean moderadamente graciosos sin ofender, digan cosas sensatas y no molesten. En un país como el nuestro, existe el derecho a ser un auténtico cretino sin que por ello venga el Estado a reprimir tu estulticia. Si empezamos a confundir derecho con moral, retrocederemos unos cuantos siglos de historia del derecho y, lo que es aún peor, haremos depender la libertad de expresión del color del Gobierno que nos dirija en cada momento, de las corrientes sociales sometidas al socaire de lobbies de poder —que suelen tener detrás otros intereses económicos— o de meras modas mercantiles con nulo respaldo legal. Sólo el reconocimiento de los derechos fundamentales de forma objetiva, para todos y conforme a los criterios que nos hemos dado, son garantía de permanencia y legitimidad. Por otra parte, que algo no sea delito no significa que no pueda tener otras consecuencias legales: si alguien se siente ofendido por una expresión injuriosa, calumniosa o contraria a su dignidad, puede hacerlo valer en la vía civil. No todo es derecho penal.

Tenemos delitos de odio por encima de nuestras posibilidades. Este tipo de conductas fueron introducidas en nuestro ordenamiento jurídico para proteger a las minorías vulnerables de ataques contra sus miembros por su pertenencia a dichas minorías, no para calificar de odio cualquier expresión ofensiva, ni siquiera si va dirigida contra una persona vulnerable. Para ser delito de odio debe existir una verdadera incitación al odio o a la violencia, tal y como apunta la sentencia de la Audiencia de Madrid a la que hacía mención. Pero es que tampoco pueden considerarse delito de odio las expresiones contra colectivos que no son vulnerables, como los toreros, los policías o las enfermeras.

Finalizo esta tribuna parafraseando al catedrático de Derecho Penal de la Universidad Carlos III de Madrid, Jacobo Dopico, quien afirmaba que tanto el Tribunal Constitucional como el Tribunal Europeo de Derechos Humanos obligan a que exista un cierto espacio de excesos no punibles. Esta defensa puede parecer moralmente incómoda pues “es la protección del exceso, la desmesura y (…) la falta de piedad. (…) Si se reacciona penalmente contra todo exceso … la libertad de expresión resultará ahogada”. El coste es asumible, la alternativa no lo es (Revista Eunomía, marzo de 2021).

Y yo añado que, con mayor racionalidad en la persecución de estas conductas, evitaremos convertir a personajes con afán de notoriedad en advenedizos mártires del sistema.

Artículo publicado en El País Opinión el 31 de enero de 2022: https://elpais.com/opinion/2022-01-31/delitos-de-odio-por-encima-de-nuestras-posibilidades.html

Sin rastro de «nosotros»

A finales de 2021 salió en prensa una noticia en la que se decía que los divorcios y separaciones se habían disparado en comparación con el mismo periodo de 2020, en el que el confinamiento frenó bruscamente las crisis matrimoniales. El 20 de enero de 2022, la Asociación Española de Abogados de Familia también publicó un interesante artículo en su web titulado «¿Por qué se divorcian las parejas españolas?»  en el que ponían de manifiesto doce causas principales de divorcio, lo cual dio lugar a un interesante debate en redes sociales.

No soy psicóloga ni, por tanto, tengo conocimientos acerca de lo que se cuece en las cabezas de las personas que a diario vienen a solicitarme medidas para su ruptura de pareja, pero sí tengo la particular percepción que me da la observación y experiencia. Veo, por un lado, cómo se repiten determinados patrones y, por otro, cómo se producen desajustes entre las nuevas maneras de vivir en pareja y la educación recibida, aún marcadamente tradicional en lo que a roles de género se refiere.

En el artículo de AEAFA se destacaba que los hijos eran la principal fuente de ruptura, algo con lo que estoy de acuerdo. Por diversos motivos, la paternidad y la maternidad suelen convertirse en el detonante de la ruptura de una relación que ya hacía aguas (o no). La búsqueda de la maternidad como expectativa vital de la mujer al margen del varón no encaja ya en nuestra actual sociedad, donde los hijos han dejado de ser “cosa de las madres” para convertirse en un proyecto común, algo que algunas personas se resisten a asumir. Todavía hoy en día sucede que algunas mujeres, una vez han cumplido el objetivo de ser madres, dejan de prestar atención a sus parejas y el vástago se convierte en el centro del universo para ellas, exclusivo y excluyente, apartando al padre de la crianza. La crisis de pareja no tarda en aparecer en forma de infidelidades, distanciamientos y desamor.

Por contraposición, algunos varones acceden a la paternidad por inercia o insistencia de la mujer, pero no llegan a interiorizar que deben asimilar su cuota de responsabilidad. Son esas parejas en las que todo iba relativamente bien hasta que llegaron los niños. El padre “desaparece” y la madre se convierte en la cuidadora única y principal sin habérselo propuesto, ante la huida hacia delante del progenitor que comienza a trabajar en exceso para no estar en casa y a encontrar siempre actividades que hacer antes que ocuparse de los hijos.

En los juzgados se libran peleas por la custodia que se convierten en una suerte de concurso de méritos donde el juez, en lugar de dictar sentencia, parece que deba entregar una medalla a aquel que “merece” al niño, como si de un premio se tratara, en una inaceptable cosificación de la criatura.

Pero yo diría que la principal fuente de conflictos la constituye el acto de educar a los hijos, aun en padres comprometidos con la crianza en pareja. Educar es cansado y exige dedicación, tiempo y energía, algo que no todos estamos dispuestos a invertir por cansancio, por comodidad, o por no saber hacerlo mejor. La crisis generalizada de autoridad se ha deslizado como el agua por las rendijas de las familias, donde los hijos no respetan la jerarquía paterna y donde desde muy temprana edad se les permita decidir, olvidando que son personalidades en formación que precisan de amor, pero también de límites; de refuerzos positivos pero también de negativos; de premios y abrazos pero también de castigos y disciplina. Niños criados a base de dispositivos electrónicos que se niegan a obedecer. Los distintos modelos educativos -severidad frente a permisividad- o la incapacidad de los progenitores de enderezar la rebelde personalidad infantil, conduce a una escalada de reproches y culpabilizaciones.

Las crisis de pareja, por tanto, surgen cuando cada cual toma su propio camino, cuando los hijos ocupan el lugar del otro o cuando alguno queda excluido del proyecto familiar, por voluntad propia o ajena.

La perpetuación de los roles tradicionales de género también provocan crisis de identidad. Así, pese a que la guarda y custodia compartida es el resultado de la deseada y aplaudida corresponsabilidad familiar, en la práctica choca con las estructuras más ancestrales del instituto familiar. En el inconsciente colectivo se percibe como un “castigo” a la madre, que pierde su hegemonía en la crianza y cuidado de los hijos, viéndose obligada a ceder parte de su rol tradicional en beneficio de quien hasta hace poco era considerado proveedor económico familiar, pero no cuidador. Por mucho que pretendamos la igualdad efectiva entre mujeres y hombres, en el ámbito familiar hay demasiadas inercias que son difíciles de romper y que perpetúan esas diferencias.

Elemento adicional al conflicto familiar lo constituye la falta de educación financiera de la sociedad española. El nivel de endeudamiento de las familias por encima de su capacidad de pago, lleva a situaciones desesperadas que terminan en divorcio. Las parejas alcanzan la ruptura en la creencia de mejorar su situación, cuando lo único que se consigue es empeorarla al tener que empezar a pagar con los mismos ingresos con los que hasta entonces se mantenía una vivienda, una segunda residencia. Difícilmente asume el progenitor que resulta agraciado por el uso de la vivienda familiar, que no es posible seguir viviendo “como antes” pero “sin el otro”.

Al final en los divorcios casi todo tiene que ver con una mala gestión de las expectativas y con la idealización de lo que debería ser la vida en familia. Estamos imbuidos de clichés románticos que nos contaminan con ideas equivocadas acerca de lo que debería ser la pareja. Basta para ello darse un paseo por las stories de Instagram de los más jóvenes, plagados de vídeos estéticamente perfectos en los que aparecen las parejas en actitud cariñosa con filtros de belleza y besándose con sus perfectas y blancas sonrisas ortodonciadas. En esa paranoia colectiva, lo que no se muestra, no existe, por lo que, si no exhiben su amor, es como si no se quisieran. Somos una sociedad que concibe las relaciones humanas de la misma forma en  la que se consumen bienes materiales, confundiendo el enamoramiento con el amor, sentimientos muy diferentes entre sí.

A ciertas edades muchos se sienten presionados por la necesidad de completar el hito vital de la familia, como si de conseguir pasar de pantalla en un videojuego se tratara. Tras terminar los estudios y encontrar trabajo, surge la necesidad de hallar pareja, comprar un piso, casarse y tener hijos, a menudo sin meditar si realmente eso es lo que deseamos y si la pareja escogida es la que nos conviene o es, simplemente, la que estaba en el sitio adecuado en el momento justo. La rueda de hámster de la inercia educativa mantiene la especie, cuando lo deseable sería que esto se produjera tras un proceso personal de búsqueda de lo que queremos, con plena conciencia e información. Cuando desaparece el glamour de nuestro cuento de hadas y aparece el desorden en el salón, los pelos en el desagüe y la dificultad para pagar las cuotas de la hipoteca que no nos podemos permitir, comienza a desmoronarse el castillo de naipes.

Existen también otras variables que hacen que la unión se rompa. El desamor puede ser la consecuencia de los desencuentros de ambos cuando cada cual centra sus intereses en objetivos diferentes, porque el amor no deja de ser un sentimiento equilibrado entre dos personas que deben trabajar porque no se pierda, creciendo y evolucionando de forma paralela, apoyándose el uno en el otro. Pretender con 45 años que tu pareja (o tus amigos) sigan siendo los mismos jóvenes de 20 años que conociste, es abocarse voluntariamente al fracaso. El error no es cambiar, sino no hacerlo, y el reto es que tu pareja evolucione contigo para adaptarse a las nuevas circunstancias, algo que no siempre sucede.

En definitiva, como dice el sabio Joaquín Sabina, «amor se llama el juego en el que un par de ciegos juegan a hacerse daño. Y cada vez peor, y cada vez más rotos. Y cada vez más “tú”, y cada vez más “yo” sin rastro de “nosotros”». Quizá, como dije en Alergia a la adversidad, deberíamos asumir que el amor puede acabarse y que deberíamos entrenarnos para ello. Al fin y al cabo cada año se divorcian más parejas de las que se casan, y eso sin contar las estadísticas de las parejas de hecho estables. ¿Puede seguir considerándose un fracaso el divorcio o habría que empezar a aprender a gestionar las relaciones y sus rupturas de forma más natural? Apostaría por lo segundo. Un amor para toda la vida es algo demasiado poco frecuente como para que se lo siga considerando un ideal alcanzable.

Artículo publicado el 27 de enero de 2022 en Disidentia: https://disidentia.com/sin-rastro-de-nosotros/

Dura lex, sed lex

uis García Berlanga, uno de los mejores cineastas que ha dado este país, firmó en 1964 El Verdugo, una película que la historia ha sido capaz de clasificar como de obra maestra. La genialidad del valenciano le permitió introducir un maravilloso Caballo de Troya en el cine del franquismo, disfrazando de historia de amor lo que en realidad era una feroz crítica a la pena de muerte.

En una de las escenas de la película, Emma Penella -que hacía de hija de Pepe Isbert, el verdugo­- está planchando en la mesa del salón de su casa y recibe la visita de su pretendiente, el galán Nino Manfredi, que en la película hace de empleado de una funeraria. Se entabla una conversación entre Isbert y Manfredi en la que el protagonista alaba las bondades del garrote vil como forma de ajusticiamiento que respeta la dignidad del condenado y lo compara con la guillotina francesa, «¿usted cree que hay derecho a enterrar a un hombre hecho pedazos?» y con la silla eléctrica americana «los deja negros, abrasados, ¡a ver dónde está la humanidad de la famosa silla!». Es fácil establecer una relación entre esta escena y la canción de Javier Krahe La Hoguera, donde, con idéntica intención de denunciar la pena de muerte aunque en este caso sea desde el humor, compara los distintos medios de ajusticiamiento para optar por el que da nombre a la canción. El verdugo Isbert en su discurso justifica desde la humanidad un trabajo estigmatizado y rechazado por la sociedad, a lo que Manfredi contesta «yo creo que la gente debe morir en su cama». Entonces Isbert zanja la conversación con una frase irrebatible: «si existe la pena alguien tiene que aplicarla».

Vivir en sociedad es lo que tiene: voluntaria o forzadamente todos formamos parte del engranaje que hace funcionar la maquinaria social. Alguien tiene que cultivar, limpiar, diseñar, legislar, curar o transportar para que los demás comamos, vistamos, convivamos, sanemos o nos movamos. Dejando al margen el determinismo social y la falta de oportunidades reales que en muchos casos existen, el libre albedrío permite elegir si desempeñar o no la función a la que nos ha llevado la vida.

Hace unos meses salió en prensa la noticia de que se planteaba por parte del gobierno una reforma legislativa que afectase a la objeción de conciencia de los médicos en, entre otras cuestiones, las interrupciones voluntarias de embarazo o la eutanasia. En seguida se propició un debate acerca del derecho a objetar, que entraba en pugna con el derecho a un servicio público de sanidad para aquellas mujeres que, cumpliendo con la legalidad vigente, demandaran la realización de un aborto. Aunque nuestra constitución únicamente reconoce el derecho a la objeción de conciencia en relación con el extinto servicio militar, la jurisprudencia constitucional lo ha definido como un derecho de los ciudadanos, «el derecho a ser eximido del cumplimiento de los deberes constitucionales o legales por resultar ese cumplimiento contrario a las propias convicciones» (STC 161/1987, de 27 de octubre).

Parece lógico entender que, en determinadas profesiones como la médica, las convicciones morales del obligado legalmente a realizar una terapia o intervención, puedan alegarse como forma de evitar el cumplimiento de una ley que le produce un dilema moral.

Desde el instituto de la objeción de conciencia me es más sencillo hacer ver a quienes me leen que, si bien íntimamente unidos, derecho y moral son cosas distintas. Aunque las leyes estén imbuidas de un espíritu político ­­–de hecho, en las elecciones generales no escogemos al ejecutivo, sino al legislativo­–, también tenemos que reconocer que en ellas hay una suerte de moral social colectiva, no necesariamente mayoritaria, que hace que en algunas ocasiones se haga saltar las costuras del apretado traje en el que nos movemos para provocar movimientos sociales intensos contra determinadas regulaciones. Lo cierto es que sería maravilloso que el legislador se centrase en aquellos aspectos que realmente tienen por finalidad la mejora de las condiciones de vida de las personas, pero lamentablemente la ideología y, sobre todo, el rédito electoral, suelen estar detrás de la mayoría de las leyes que se impulsan.

Volviendo al concepto de justicia y moral, es preciso hacer entender que los jueces no estamos para realizar valoraciones éticas en nuestras resoluciones. De hecho, a mí me puede parecer un auténtico despropósito la forma en la que una determinada cuestión ha sido regulada, pero las resoluciones que dicte no podrán estar basadas en lo que a mí me parezca o en los sentimientos que, dicha norma, me provoquen. Los jueces únicamente contamos con dos instrumentos de defensa del ordenamiento jurídico frente a las leyes: la cuestión de inconstitucionalidad –procedimiento de consulta al Tribunal Constitucional acerca de la posible inconstitucionalidad de una norma que estamos obligados a aplicar– y la cuestión prejudicial ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea ­–consulta en los mismos términos, pero esta vez ante el alto tribunal europeo, por la posible contravención de la norma nacional a la normativa de la Unión­–. Más allá, no hay nada más, y, por descontado, no todas las leyes son inconstitucionales o contrarias al derecho de la unión. En la inmensa mayoría de las ocasiones, el derecho es el que es.

Me preguntaba un buen amigo si los jueces pasamos por dilemas morales o si tenemos tensiones éticas en lo que hacemos entre lo legal y lo justo. Espinoso tema. Por supuesto que sí, no somos máquinas ni seres inanimados a quienes les “resbale” lo que humanamente sucede en los asuntos que debemos resolver. En más ocasiones de las deseables nos vemos en la tesitura de acordarnos del famoso bocardo latino que reza «Dura lex sed lex» (la ley es dura, pero es la ley).  Es parte de un trabajo que la ciudadanía percibe de forma diferente a cómo en realidad es, quizá porque se pretende que el juez haga justicia subjetiva y dicte resoluciones acordes con lo que al ciudadano le parece justo, entendiendo “justicia” como valor filosófico moral, no como aplicación técnica del derecho. Los jueces somos técnicos en derecho, conocedores del ordenamiento jurídico y del juego democrático en el que las funciones constitucionales de unos y otros están claras.

En el famoso tratado De los delitos y las penas de Cesare Beccaria, esté decía «el juez debe hacer en todo delito un silogismo perfecto: la mayor de este silogismo debe ser la ley general; la menor, será la acción conforme o no a la ley; y finalmente, la consecuencia tendrá que ser la libertad o la pena». Y es así. Los jueces tenemos unos hechos que se nos presentan ante nosotros y que son probados por las partes, quienes, a su vez, nos piden una respuesta jurídica amparada en las leyes que el legislativo ha aprobado. La función del juez es subsumir el hecho en la norma y atribuir al supuesto la consecuencia jurídica de la anterior, aunque la ley nos parezca un engendro moral.

La condena a prisión permanente revisable, la filiación adoptiva de un progenitor en un caso de maternidad subrogada, la absolución de un criminal por prescripción del delito o la confirmación de una sanción administrativa por desobediencia civil en un supuesto en el que estamos de acuerdo íntimamente con el infractor, son algunos de los ejemplos en los que el juez, tenga la ideología que tenga o padezca el dilema moral que sea, está obligado a aplicar la norma.

Volviendo a la objeción de conciencia, si la ley existe alguien tendrá que aplicarla, como diría don Pepe Isbert si, en lugar del verdugo de la película, hubiera sido un juez obligado a aplicar una norma con la que no está de acuerdo. De hecho, los jueces no tenemos derecho a la objeción de conciencia. Si un juez se enfrenta a un asunto que le provoca un dilema moral, no podrá en ningún caso invocar su derecho a no cumplir su obligación constitucional de aplicar la ley. Tampoco podrá abstenerse, al no estar regulada entre las causas de abstención dicha excusa. Un juez que corra el riesgo de enfrentarse a determinados dilemas morales debe asumir que no podrá dejarse llevar por su particular sentido de “lo justo” y deberá decidir conforme a la ley. Si no va a ser capaz de hacerlo, es mejor que escoja un destino judicial que le dé menos disgustos, so pena de incumplir su deber e incurrir en una infracción disciplinaria o un delito de prevaricación.

Un médico puede negarse con la actual regulación a practicar un aborto pero un juez no puede negarse a resolver la autorización del aborto de una menor de edad mayor de 16 años cuando exista conflicto entre sus progenitores o tutores y esta última. El juez deberá examinar si se cumplen los requisitos ­–plazo y/o supuesto de despenalización­– y autorizarlo si estos concurren.

La sensación de injusticia que a veces sienten algunos ciudadanos ante determinadas resoluciones judiciales deriva en la mayoría de los casos de la frustración de expectativas que les producen dichas resoluciones. Creer que el juez es una especie de justiciero bíblico es lo que tiene. Afortunadamente la justicia, créanme, está en manos de personas preparadas técnicamente que saben cuál es su función constitucional, que saben que están sometidas únicamente al imperio de la ley y que dejan aparcada su ideología en la puerta del juzgado cuando acuden a diario a trabajar. El que no lo haga podrá ser un juez que cuente con la simpatía de quienes opinan como él o ella, pero también será alguien que no merezca desempeñar tan alta responsabilidad. Será, perdonen mi elocuencia, un mal juez.

En España hay muy pocos malos jueces, aunque algunos se empeñen en transmitir lo contrario. La ideología está en los ojos del que mira, no en nosotros.

Artículo publicado en Disidentia el 30 de diciembre de 2021 https://disidentia.com/dura-lex-sed-lex/

Esto es muy grave

Todas las navidades ponen en la televisión La Princesa Prometida, una película estrenada en 1987 que, con los años, ha ido ocupando un lugar en el Olimpo de las películas de culto. Lo cierto es que es una obra inclasificable, entre el romance, las aventuras y la comedia (aún me río con la escena del matrimonio entre Buttercup y Humperdinck con el obispo gangoso), que ha ido ganando con los años, a medida que el público ha entendido su rareza, y que escenas como la conocidísima “Hola, soy Íñigo Montoya. Tú mataste a mi padre, prepárate a morir” se hayan convertido en momentos míticos del cine al nivel de la escena última de Con faldas y a lo loco y el “nadie es perfecto”, la frase de Humprey Bogart en Casablanca de “siempre tendremos París” o el “Sayonara, baby” de Arnold Schwarzenegger en Terminator.

Con La Princesa Prometida, además de aprender que los piratas no siempre son malos, tuve conocimiento de que era posible acostumbrarse al veneno, desarrollar resistencia a sus componentes tóxicos. Para quienes no lo recuerden, hay una escena en la que Westley/el Pirata Roberts reta a Vizzini a librar una “batalla de ingenio” con el fin de salvar a la princesa Buttercup de la muerte. El protagonista le propone que ambos beban de las copas de vino que hay sobre la mesa, echando veneno en una de ellas sin que Vizzini pudiese ver dónde lo había puesto, cediéndole a su adversario la elección de la copa de la que beberá. El villano bebe de una de ellas convencido de que ha sorteado el intento de engaño de Westley, pero cae muerto por la sustancia venenosa. El vencedor le explica a Buttercup que ambas copas estaban envenenadas y que había desarrollado una resistencia al veneno, por lo que no podía morir bebiéndolo.

En realidad la resistencia a las sustancias no es nada nuevo. Desde el punto de vista terapéutico se emplea en el tratamiento de intolerancias alimentarias, por ejemplo, suministrando de forma controlada y creciente un determinado alimento al que el paciente tiene intolerancia, con el fin de ir habituando a su organismo al mismo y así evitar que fallezca en un futuro de un shock anafiláctico por trazas de avellana, proteína de vaca o piñones, por ejemplo.

Todos tenemos capacidad de desarrollar más o menos resistencia a las sustancias que producen efectos adversos en nuestro organismo, aunque nuestra genética influye decisivamente en la capacidad de metabolizar las drogas o el alcohol. Esta habituación hace que las adicciones crezcan, al precisar cada vez mayor cantidad de principio activo para obtener el mismo resultado e, incluso, cuando esto ya no es efectivo, probar con otras sustancias nuevas.

Curiosamente no todo es química o, al menos, no todo es química externa (porque las sustancias que segrega nuestro organismo ante determinados estímulos externos también se comportan como la droga). La industria del cine para adultos busca escenas cada vez más duras, conscientes de que el consumidor habitual de pornografía necesita más morbo. Los videojuegos tienen cada vez más y más ampliaciones, más y más extras y el diseño digital es cada vez más impactante desde el punto de vista visual. Las películas mainstream que se estrenan en las Salas de cine distan en cuanto a guion y estética de las mencionadas al inicio de este artículo. Ahora todo es espectáculo, luces, sonido, efectos 3D, cámaras que toman vertiginosos planos creados por ordenador, emulando movimientos imposibles que desafían las leyes de la física, en detrimento de la historia, que se convierte en una excusa simplona de lucha del bien contra el mal.

Color, música electrónica, velocidad, impacto. Cerebros cada vez más habituados a las emociones fuertes que se aburren con un libro en el que no pasa nada o lo hace de forma muy lenta. Espacios de la vida en los que no puede caber ni el aburrimiento, ni los silencios, ni la abulia y los rellenamos con instintivas consultas al Smartphone.

A medida que voy cumpliendo años, voy necesitando más el campo, el mar, el sonido del fuego en la chimenea y degustar una copa de vino tinto en amigable conversación. También me he percatado de la velocidad a la que el hombre moderno se ha acostumbrado a vivir. Comida rápida, sexo rápido, compra a domicilio, mensajería instantánea. A esta japonización de la sociedad a la que estábamos abocados desde hacía años ha contribuido el confinamiento durante la pandemia, dando el golpe de gracia a esta agorafobia colectiva que nos incita a quedarnos en casa y consumir, comprando una supuesta felicidad en “lo seguro”. Los ciudadanos vendemos nuestros derechos fundamentales a cambio de la comodidad de tener al alcance del mando a distancia Netflix, Glovo, Alixpress, Pornhub y la Champions League, unidos por el cordón umbilical de la Wifi a todas nuestras relaciones laborales y personales.

El hombre moderno ha perdido la capacidad de maravillarse, de contemplar el mundo, respirar y meditar sobre su propia existencia. Peor aún: ha perdido la capacidad de salir del yo hacia el para construir un nosotros y, en las ocasiones en las que lo hace, el ritmo de vida al que nos hemos acostumbrado, impide comprender, aceptar y esperar. Cualquier contratiempo se convierte en una excusa para cambiar de pareja, de amigos o de familia, superados por la cultura del usar y tirar para volver a consumir.

Lo cierto es que los niños de mi generación llevábamos rodilleras en los pantalones, pegábamos “tapas” en los tacones desgastados de nuestros zapatos, y arreglábamos las Nancys en una juguetería de la Gran Vía cuando les sacábamos la cabeza jugando. Hemos abandonado esta cultura del reciclaje natural -la verdadera economía sostenible- en pro de la compulsiva compra de juguetes baratos y ropa a buen precio cosida por trabajadores explotados, a quienes ni vemos ni nos importan. Nos creemos ecologistas bebiendo en nuestro vaso rellenable de Starbucks mientras caminamos sobre nuestras Adidas fabricadas en China.

Estamos tan locos, que la velocidad y las emociones fuertes se han colado por todas las rendijas de nuestra vida, incluida la política y la prensa. Mi afirmación encaja con el sempiterno problema de la polarización, del conmigo o contra mí, del debate entre los extremos, como una causa-efecto (no sé si es consecuencia u origen del problema) de la necesidad de sentir emociones intensas, poder odiar a los otros y amar a los míos, aunque el odio y el amor sean tan efímeros como el aroma de una taza de café recién hecho.

El periodismo actual no se conforma con informar porque es consciente de que aunque hoy pueda ser noticia que los talibanes hayan recuperado el control de Afganistán, mañana los integristas caerán en el olvido para dejar un lugar de honor a la declaración de inconstitucionalidad del Estado de Alarma. La lava de un destructivo volcán empieza a cansar al telespectador y Otegi hoy indigna de forma tan virulenta como superficial. Somos una sociedad intoxicada que ha ido desarrollando resistencia al veneno y cada vez reclamamos emociones más fuertes, drogas más duras, más vibración y más víscera. ¿Cuántas veces habremos oído en lo que va de año que las declaraciones de un determinado político son “decisivas”? Ahora todo se define de forma teatral como “la peor crisis de la democracia”, “un desgaste institucional sin precedentes” o “el mayor ataque a la separación de poderes jamás visto”. Una sociedad intoxicada y con mala memoria, porque en unos pocos meses nos vemos repitiendo exactamente las mismas frases que dijimos en el pasado.

De tanto decir “esto es muy grave” banalizamos lo verdaderamente importante y lo situamos al mismo nivel de lo superficial. No somos capaces de graduar los problemas, ni de separar lo urgente de lo importante, ni de enfocar correctamente los desafíos que se nos presentan como sociedad. Estamos borrachos de palabras barrocas que desatan emociones falsas y nos impiden separar el grano de la paja. Nos hemos habituado al dolor, a la pobreza, a la discriminación y a la enfermedad. Nos estamos deshumanizando a golpe de titular y de política de la amígdala y somos demasiado manipulables. ¿Somos verdaderamente dueños de nuestro destino?

Si no me creen, vean cómo este artículo tiene más clicks en el enlace de los que habitualmente obtengo. Lamentablemente no se debe a su calidad intrínseca, sino a su título, deliberadamente escogido para provocar la reacción que tantas veces buscan en nosotros, aunque hay que reconocer que tengo cierta razón cuando digo que “esto es muy grave”, porque perder la humanidad y la capacidad de sorpresa es dar un paso atrás en nuestra evolución como especie.

Artículo publicado en Disidentia el 28 de octubre de 2021 https://disidentia.com/esto-es-muy-grave/

Discretas, prudentes y humildes

El otro día se produjo en Barcelona la entrega de los 188 despachos de la 70.ª promoción de jueces, de los cuales 134, un 71%, eran mujeres. El creciente número de juezas año tras año contrasta con la impertérrita y congelada cúpula judicial, donde los varones siguen siendo una abrumadora mayoría.

Curiosamente, algunas opiniones que se vertieron en redes sociales y ámbitos periodísticos acerca del real evento fueron de preocupación por la posibilidad de que, en unos años, no accediesen apenas hombres a la carrera judicial, como si los siglos de exclusividad varonil no hubieran sido en sí mismos una irregularidad. Tan normalizado tenemos el oligopolio de la masculinidad que se llega a percibir como amenazante la posibilidad de que pueda producirse una inversión de los porcentajes.

Se ha hablado tanto del “techo de cristal” que me niego a aburrir al personal con datos, hipótesis, acusaciones o lamentos. Ni los más recalcitrantes negacionistas de la desigualdad por razón de género pueden ignorar el hecho de que las mujeres seguimos teniendo poca representatividad en las directivas de las empresas y de las organizaciones, tanto públicas como privadas. Solo hay que darse un paseo por eventos empresariales, saraos profesionales y entregas de premios para apreciar empíricamente el lobby testosterónico que los puebla -con honrosas y heroicas excepciones-.

Esta realidad no solo se produce entre los togados. En el sector de la enfermería, pese a que un 84,2% de los profesionales son mujeres, su principal sindicato, Satse, está presidido por un hombre, en una ejecutiva en la que el porcentaje de mujeres es de solo un 62%. Algo parecido sucede en el mundo de la enseñanza, donde la proporción de mujeres maestras es de cuatro frente a cada hombre, y, sin embargo, cerca del 40% de los directores de colegio son varones.

Discusiones en airados enfrentamientos tratan de explicar con respuestas facilonas el porqué de tal falta de féminas en las cúpulas de poder. De entre todas ellas, hay que destacar el incontestable dato de que apenas hay candidatas que opten a puestos de responsabilidad. Las cargas familiares y, sobre todo, las apetencias personales de uno y otro género son las excusas más utilizadas para justificarlo. La primera de ellas empieza a ser poco creíble, porque España es -junto con Luxemburgo- el país de la Unión Europea con la maternidad más tardía y donde la tasa de natalidad ha descendido en 10 años casi tres puntos hasta situarse en un 7,15%. No se puede justificar todo lo que se refiera a las mujeres con nuestra capacidad biológica de gestar.

En cuanto a las preferencias de las mujeres, es cierto que generalmente reivindicamos nuestro derecho a llevar una vida tranquila, sin estridencias, sin desear realmente asumir cargas más allá de las propias de nuestra profesión. Desde los sectores más liberales se defiende el derecho de las mujeres a ser diferentes a los hombres, a no tener por qué presentarse a candidatas de nada, culpando en ocasiones al feminismo de presionarlas e impedirles decidir con libertad. Lógicamente, las ganas de complicarse la vida van en el carácter de cada uno, pero no hay razón biológica que lastre este deseo en unas a la vez que lo potencia en otros. En el caso de existir una diferente forma de abordar los retos a los que enfrentarnos, tendría un origen cultural, no orgánico.

En el caso de la carrera judicial, aproximadamente solo un 34% de los candidatos a cargos discrecionales han sido mujeres, lo cual limita enormemente la posibilidad de que estas sean designadas. Más de la mitad de los jueces españoles son mujeres en la franja de edad de menos de 60 años, por lo que es preocupante que haya un porcentaje tan pequeño de magistradas que decidan dar el paso. Por otra parte, teniendo en cuenta las edades que suelen gastarse los elegidos (en el Tribunal Supremo, por ejemplo, la media de edad está en los 63 años), resulta harto improbable que el motivo de tal falta de postulación sean las cargas familiares. Aunque no podemos soslayar el hecho de que durante la carrera profesional las mujeres puedan verse perjudicadas frente a sus compañeros a la hora de mejorar su currículo por dedicarse tradicionalmente al cuidado del hogar, esta diferencia cada vez es menor entre las generaciones más jóvenes y, sin embargo, persiste la ausencia de mujeres que piden ser tomadas en cuenta en los procesos selectivos.

La Comisión de Igualdad del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) -cuyo papel en el eterno mandato de este caducadísimo órgano ha pasado sin pena ni gloria- finalmente no ha encargado el prometido estudio por el que se iban a investigar con medios demoscópicos y sociológicos los motivos por los que las mujeres no optaban a cargos discrecionales. Una pena: desconocemos cuál es la raíz del problema, y, por tanto, no podremos trabajar eficazmente para atajarlo. Mientras tanto, la utilización de instrumentos artificiales de igualación seguirá siendo rechazada por unos y otras, potenciando el síndrome del impostor que atenaza a muchas mujeres, que se muestran incapaces de reconocer su propia valía y sus logros.

Intuitivamente, me inclino por pensar que el problema es como una pescadilla que se muerde la cola, en una mecánica circular de causa que produce un efecto que, a su vez, se convierte en la causa. El opaco sistema de nombramientos y la preferencia para insacularse de entre los miembros del mencionado lobby masculino, lleva a que las pocas mujeres que se postulan, finalmente, no sean elegidas, lo que justifica las prevenciones de posibles candidatas futuras. Una dinámica de difícil ruptura, alimentada por un sistema de nombramientos entre nepotista y arbitrario, y donde el papel preferente de la mujer, aún formando parte de un poder del Estado, sigue siendo el de la discreción, la prudencia y la humildad. Como muestra de la asunción de roles tradicionales femeninos por parte (también) de los jueces hay que destacar el dato de que solo un 2% de las excedencias por el cuidado de un hijo concedidas por el CGPJ fueron solicitadas por varones.

La carrera judicial no es diferente a la sociedad a la que sirve, sino que es fiel reflejo de esta, para lo bueno y para lo malo. Pese a ostentar un poder del Estado y dictar a diario sentencias que resuelven situaciones de desigualdad de género en diversos ámbitos del derecho, las mujeres seguimos sin querer asumir un mayor protagonismo en la Justicia. Nos sentimos cómodas en los juzgados, en los cargos a los que se accede por antigüedad y donde no pueden cuestionarnos, pero no nos atrevemos a presentar méritos evaluables en procesos selectivos en los que tengamos que competir con hombres y ser examinadas. Lamentablemente, mientras las mujeres no confiemos colectivamente en nuestras capacidades de la misma forma en la que lo hacen los varones, seguirá habiendo una paradójica relación entre las jóvenes generaciones y quienes ocupan los altos cargos judiciales. Quizá lo primero que haya que hacer sea dejar de considerar como méritos femeninos la discreción, la prudencia y la humildad frente a las valoradas cualidades masculinas de la popularidad, la audacia y el liderazgo. El lenguaje inclusivo sirve de poco si la semántica de las palabras cambia en función del género.

Artículo publibado el 21 de diciembre de 2021 en El País https://elpais.com/opinion/2021-12-21/discretas-prudentes-y-humildes.html

Alergia a la adversidad

Cuando era pequeña escuchaba a mis abuelos hablar de sus propios padres, mis bisabuelos. Me contaban historias de guerra, de una España pobre y sencilla en la que los medios sanitarios y educativos eran muy precarios. Con naturalidad, mi abuela paterna contaba que había tenido no-sé-cuántos hermanos, de los que habían sobrevivido tres. Lógico: la mortalidad infantil en España se ha reducido en más de seis veces en el último siglo.

Cuando he sido madre, he sido consciente de lo duro que debió ser tener hijos hace cien años. No sabías si ibas a morir en el parto, si el niño venía con problemas o si moriría por alguna enfermedad postnatal. Al fin y al cabo, la penicilina, por ejemplo, no fue descubierta hasta 1928.

Hace menos de un siglo, el hombre convivía con la muerte, la enfermedad y la escasez de recursos para sobrevivir. En 1921 la esperanza de vida estaba en los 41,15 años y, ahora, en 2021, en los 82,34. La gestión de expectativas, por tanto, era muy distinta a la de ahora: hace décadas se llevaba en el subconsciente que te podías morir en cualquier momento. Se vivía con la carga de tener que ganar dinero para alimentar a los tuyos y que cada nuevo día era un reto al que enfrentarse. Vida y muerte eran parte de la misma realidad, por lo que la relación con esta última era más cotidiana. Esa forma de concebir el mundo se reflejaba en conversaciones, actitudes y maneras de vestir y, por supuesto, en la literatura. La belleza de lo efímero, la conciencia del tempus fugit, la levedad del ser. Las fotografías de nuestros antepasados son retratos de viejóvenes de edades indeterminadas, pertenecientes a una generación en la que a los veinte años estabas en el ecuador de tu vida.

Es obvio que la sociedad actual vive más y en mejores condiciones de salud. La duración de la vida ha retrasado la vejez y ha extendido más allá de lo deseable la juventud. Nunca la adolescencia había sido tan larga de cómo lo es ahora: en un extremo arrancamos a los niños de la infancia demasiado pronto y, en el otro, mantenemos la eterna juventud de adultescentes que superan la treintena viviendo con sus padres.

Nuestra sociedad hipersexualiza a los niños (y especialmente a las niñas) sin ser siquiera conscientes de ello. No solo les preguntamos desde antes de cambiar los dientes si tienen ya novio/a -algo que se viene haciendo desde siempre- sino que celebramos sus cumpleaños en centros de belleza donde maquillan y peinan a pequeñas impúberes, les compramos bikinis con foam de relleno sin tener siquiera senos y les regalamos juguetes estereotipados de súper héroes hipermusculados y muñecas de labios imposibles. El proceso de maduración acelerada conlleva cambiar la calle, los patines y las bicicletas por Smartphones con datos. En el otro extremo, nuestros jóvenes siguen viviendo en casa de sus padres hasta edades en los que estos están más para ser cuidados que para cuidar. A unas expectativas económicas difíciles con empleos precarios, a una necesidad de extensa formación para alcanzar un desarrollo profesional y a un encarecimiento general de la vivienda, se une la tendencia a vender un modelo de consumo a corto plazo que persigue disfrutar el presente y renunciar a las obligaciones que conllevan formar una familia y un hogar.

A medida que nos hemos ido convirtiendo en una sociedad más rica desde el punto de vista económico, nuestras ambiciones vitales han evolucionado, no siempre en la mejor dirección. Mi generación, por ejemplo, ha crecido creyendo que todo se consigue con esfuerzo y que la felicidad está en encontrar pareja, comprarse una casa y un coche, tener hijos y prosperar económicamente. Nadie nos ha educado para los fracasos, mucho más habituales que los éxitos, que también forman parte inevitable de la vida. Nadie nos ha preparado para el desamor: el divorcio se sigue considerando un fracaso, la desviación de lo “normal”, aunque en realidad acaben en ruptura más de la mitad de los matrimonios (supongo que el porcentaje es semejante en caso de parejas de hecho). Nadie nos dispone para la infertilidad, pese a que un 17% de las parejas que desean tener hijos no pueden biológicamente concebir. Nadie nos advierte de la discapacidad infantil, aunque haya en España 50.000 menores de 6 años que padecen algún tipo de limitación. Nadie nos avisa del fracaso profesional, si bien cerca de un 15% de personas en edad laboral no tienen empleo, porcentaje que aumenta hasta casi un 31% entre los menores de 25 años. Y, por supuesto, no nos educan para la enfermedad, la muerte y los defectos físicos.

Nos falta convivir con el sufrimiento como lo hacían nuestros mayores para apreciar lo bueno que la vida nos brinda. Tengo la sensación de que se nos mantiene en falsas asepsias educativas, debilitando nuestra capacidad de reaccionar ante la adversidad, privándonos de herramientas para sobreponernos a los golpes del destino. Crecemos en la creencia de que lo normal es estar bien, lo cual nos frustra día a día al comparar nuestra vida con ese ideal aprendido pero inexistente. Somos como los bebés primogénitos actuales, que contraen enfermedades por el exceso de esterilización de chupetes, biberones y juguetes de sus primerizos padres, muy distintos de aquellos niños de los sesenta y setenta, que enfermábamos sin dramas y sin acudir a urgencias pediátricas ante cualquier signo de malestar.

La intolerancia a la frustración, la continua insatisfacción por no llegar a cumplir las expectativas que tenemos programadas, crea ciudadanos descontentos que acaban centrándose en el yo, en el consumo desmedido, en la complacencia rápida, breve e intensa. Ciudadanos que se atiborran de ansiolíticos, drogas y relaciones de plástico, haciendo girar la rueda de hámster sin parar, como ya dijera en mi anterior artículo Esto es muy grave.

La distorsión entre la realidad cotidiana y la imagen mental acerca de lo que es “la realidad cotidiana”, nos perturba. Somos en cierta manera esclavos de una mentira colectiva alimentada por la cultura de la imagen, de mostrar a los demás lo falsamente felices que somos, lo engañosamente jóvenes que nos presentamos tras el botox y lo fingidamente atractivos que parecemos bajo filtros fotográficos. El culto a la belleza, a la juventud, al atractivo sexual, al dinero y al consumo desmedido nos sirve de objetivo inalcanzable hacia esa imposible felicidad que creíamos tan asequible cuando éramos pequeños. Culpamos a los otros de nuestros fracasos, en una suerte de infantil desresponsabilización de lo que nos pasa. Es lógico: resulta más llevadero sentirse víctima y mostrarse al exterior como tal, que aceptar que nos hemos equivocado, que somos idiotas por no aceptarlo y que debemos tomar el timón de nuestras vidas, adaptándonos a los cambios y aceptando a quienes se salen del estándar.

El otro día vi con mis hijos Cruella, la nueva película de la factoría Disney. Una película con una estética pop fantástica, un argumento que atrapa y unas actrices que se meten en el papel hasta apropiárselo. Comentando lo buena que me había parecido con un compañero -muy aficionado a leer entre líneas en las películas infantiles-, me envió un artículo en Vanity Fair escrito por Juan Sanguino titulado El revisionismo de ´Cruella’ o cómo Disney se ha convertido en un narrador paternalista, donde se da una visión del film completamente distinta a lo que a simple vista aparenta. El análisis, que invito a leer, se resume en la siguiente frase «en el Disney actual nadie es malo de verdad, pero desde luego las mujeres menos todavía».

Pese a la elevada cantidad de anestesia que corre por las venas de esta sociedad alérgica a la adversidad, aún necesitamos más barbitúricos que nos permitan justificar el mal. Nos negamos a asumir que haya gente que puede hacer cosas terribles por el mero placer de hacerlas o por ser esa su forma de comunicarse con sus semejantes, por patológica que sea. No creemos que haya maldad, a todo tenemos que buscarle una explicación. Escapamos de lo negativo justificándolo, cuando el mal, la muerte y la enfermedad forman parte de la vida, en un equilibrio eterno que permite valorar las virtudes por contraposición a los defectos.

Quizá debamos esforzarnos por aceptar lo adverso. No somos guapos ni especiales, ni falta que nos hace. No todo sucede por algo, los accidentes, los fenómenos atmosféricos, la multiplicación patológica de células, el deterioro cognitivo, la discapacidad, el mal y el dolor existen, sin causa aparente para ello en la mayoría de los casos. El azar y el caos pueden torcernos la vida y cuanto antes se acepte, mejor preparados nos encontrarán.

En este orden de cosas, asumir que ningún Estado, por poderoso que sea, puede impedir que existan crímenes inexplicables, es fundamental. El derecho penal no sirve para nada más que para castigar conductas gravemente asociales, no para educar. El derecho penal jamás evitará que un progenitor, contraviniendo el orden natural, mate a sus hijos y se suicide después. El Estado no puede impedir que una mujer sea agredida sexualmente y asesinada después, ni que un anciano sea abandonado en su vivienda y muera de deshidratación. La ley sirve para castigar estas conductas y poco más ya que el efecto disuasorio de la pena no funciona en determinado tipo de delitos donde las emociones y los impulsos marcan la acción del delincuente. De hecho, cuando interviene el derecho penal, el acto dañino ya se ha producido, el Estado aparece cuando el delito ya se ha consumado. Por eso, ningún código penal podrá evitar el mal, aunque la sociedad esté obligada a reaccionar frente a él. Dejemos de aplaudir reformas penales, de culpar a los sucesivos gobiernos y parlamentos de los actos execrables y comencemos por nosotros mismos en conducirnos con educación y respeto.

Como decía Antón Pavlovich Chejov «cuando se sugieren muchos remedios para un solo mal, quiere decir que no se puede curar». Pues eso.

Artículo publicado el 24 de noviembre de 2021 en Disidentia https://disidentia.com/alergia-a-la-adversidad/

Una visión crítica a la ley de apoyo a las personas con discapacidad

Una reforma necesaria

El 3 de septiembre ha entrado en vigor la Ley 8/2021 de 2 de junio, por la que se reforma la legislacíon civil y procesal para el apoyo a las personas con discapacidad en el ejercicio de su capacidad jurídica y con ello se ha abierto un largo periodo de incertidumbre y adaptación a una de las modificaciones más importantes que sufrido nuestro ordenamiento jurídico civil al eliminar la tradicional diferenciación entre capacidad jurídica y capacidad de obrar para mayores de edad.            

Ya en el Derecho Romano se definía la capacidad de obrar como la facultad para actuar válidamente en derecho, y se hacía depender de la capacidad natural de la persona, excluyéndose a los enfermos mentales, los menores de edad, los pródigos y las mujeres. La evolución de la sociedad fue matizando estas instituciones, reconociéndose ya en el siglo XX y tras las importantes reformas de las leyes de 2 de mayo de 1975 y 13 de mayo de 1981 del Código Civil (CC) la igualdad jurídica entre mujeres y hombres pero manteniéndose en todo caso la limitación de la referida capacidad de obrar tanto de personas menores de 18 años como de aquellas con patologías mentales que les impidieran el autogobierno y fueran incapacitadas judicialmente.

Desde diversos sectores sociales y jurídicos se exigía desde hacía tiempo la adaptación de nuestra legislación interna a la Convención de los Derechos de las Personas con Discapacidad de Nueva York de 13 de diciembre de 2006, cuyo artículo 1 establece que el propósito de la norma es promover, proteger y asegurar el goce pleno y en condiciones de igualdad de todos los derechos humanos y libertades fundamentales por todas las personas con discapacidad, así como promover el respeto de su dignidad inherente. Los Estados firmantes del Convenio consideraban indignas las medidas tuitivas existentes y apelaban a un mayor respeto a la autonomía de las personas con discapacidad. Nuestro país no era una excepción.

El tratamiento de la discapacidad ha comenzado a aparecer en las distintas agendas políticas y públicas, visibilizando a las personas que la padecen y sacándolas de la esfera privada y familiar. La causa de tal reciente interés se debe tanto a una sociedad más inclusiva con la diversidad funcional, como al incremento del número de personas con discapacidad, dada la mayor esperanza de vida y el estado de la ciencia.Sin embargo, los recientes abordajes legislativos -bien sea en materia educativa, electoral o, ahora, procesal y civil-, traslucen que el espíritu de la norma parte de la premisa errónea de considerar al colectivo de personas con discapacidad como un grupo homogéneo. Si bien los grandes dependientes[1] suponen una tercera parte de la población con discapacidad, su escaso número no puede llevarnos a obviar su difícil realidad. Creo que la nueva ley ha soslayado a esta población, obligando a los cuidadores y familiares de las personas con discapacidad severa a embarcarse en farragosas burocracias. Paralelamente el legislador parece desconfiar de dichos familiares, como si fueran personas de las que proteger a las personas con discapacidad, aumentando el control sobre su acción.

Lo cierto es que en España se ha abusado del procedimiento de incapacitación judicial total. No había instituciones intermedias para salvar actos jurídicos aislados, obligando a los familiares a iniciar procesos judiciales de incapacitación donde realmente no era necesario. Reformar la ley era coherente tanto con el artículo 10 de la Constitución como con el artículo 3 de la Convención que fija el principio al respeto de la dignidad inherente, la autonomía individual, incluida la libertad de tomar las propias decisiones, y la independencia de las personas; la participación e inclusión plenas y efectivas en la sociedad; la igualdad de oportunidades; y la accesibilidad.

En resumen: si bien la Ley 8/2021 es positiva y necesaria, la nueva regulación ha complicado algunas situaciones que se podrían haber mantenido, introduciendo puntuales mejoras legislativas que adaptasen la legislación a la Convención.

Reformas sustanciales

Como ya apuntaba al inicio, al haberse eliminado la dicotomía entre capacidad jurídica y capacidad de obrar, se ha derogado el artículo 199 CC en su antigua redacción, donde se establecía que nadie podía ser declarado incapaz sino por sentencia judicial. El legislador ha decidido que nadie sea “incapaz” sino que, en determinados casos y si así se solicita, un juez pueda determinar qué apoyos necesita la persona con discapacidad psíquica para actuar en el tráfico jurídico. El actual artículo 199 regula de forma novedosa la tutela, estableciendo que la misma únicamente podrá aplicarse a menores no emancipados en situación de desamparo o no sujetos a patria potestad, no para las personas con discapacidad. Resulta paradójico que el legislador haya eliminado el sometimiento a tutela de estas personas reconociéndoles capacidad de obrar pero se le siga negando a los menores de edad. Un niño de 12 años cuenta con madurez suficiente para ser oído en juicio en aquello que le afecta y, sin embargo, no se le dota de capacidad de obrar con apoyos, siguen siendo sus padres o tutores los que deciden por él, salvo emancipación. Una contradicción consecuencia del enrasamiento legal (y artificioso) de todas las situaciones de discapacidad.

La nueva regulación judicial que afecta a las personas con discapacidad -no me detendré en las medidas de apoyo de naturaleza voluntaria ni en los poderes preventivos, materia en sí misma suficiente para otro artículo doctrinal- se encuentra en los nuevos artículos 249 CC y siguientes, integrantes del Título XI del Libro I, “de las medidas de apoyo a las personas con discapacidad para el ejercicio de su capacidad jurídica” y se centra en dos instituciones protectoras: la curatela y la guarda de hecho. El espíritu de la reforma impregna esta nueva regulación, convirtiendo la resolución judicial que fija los apoyos en un verdadero “traje a medida”. Hay que decir que esto no es novedoso, aunque ahora se insista de forma explícita en ello. El antiguo artículo 210 CC ya establecía que la sentencia judicial debía determinar “la extensión y los límites” de la incapacitación, algo que fue desarrollado jurisprudencialmente al albur de la Convención, determinándose que los mecanismos de protección que se fijasen debían ser acordes con la persona evitando regulaciones abstractas y rígidas de su situación jurídica (STS Sala Primera de 29 de abril de 2009).

La guarda de hecho y la curatela. Críticas al texto.

La guarda de hecho no es una verdadera novedad porque ya se encontraba regulada en los artículos 303, 304 y 306 CC, aunque sí lo es el reconocimiento de la capacidad de representar que se atribuye al guardador de hecho para situaciones excepcionales, sin necesidad de una declaración judicial previa de apoyos. Para actuar en nombre de la persona con discapacidad, el guardador necesitará una autorización judicial obtenida a través del correspondiente expediente de jurisdicción voluntaria, para lo que deberá acreditarse indiciariamente la necesidad de la medida solicitada así como la condición de guardador de hecho (ej.: director/a de la residencia geriátrica del interesado, certificado de empadronamiento conjunto, relación laboral de cuidado, etc.). No será necesaria dicha autorización para solicitar prestaciones económicas en beneficio del guardado, siempre que no supongan un cambio significativo en su forma de vida (artículos 263 a 267 CC). La guarda de hecho quizá se convierta en la práctica en la medida de apoyo más solicitada por su sencillez y limitación finalista, si bien deberá tenerse en cuenta que el aumento de este tipo de expedientes sin una mejor dotación de los juzgados con competencias en la materia podrá frustrar la utilidad para la que ha sido prevista por los retrasos que tal falta de previsión ocasionará.  

Lo verdaderamente novedoso es la consideración de la institución de la curatela como el mecanismo idóneo para la concesión judicial de apoyos a las personas con discapacidad (artículos 271 a 294 CC).

Lo primero que hay que destacar es, a mi juicio, que la reforma adolece en este aspecto de una dudosa técnica jurídica. En el ánimo de igualar a todas las personas con discapacidad se ha decidido someterlas al instituto de la curatela que, como todos los juristas saben, tiene por objeto complementar la deficiente capacidad de una persona. La curatela es una institución estable, pero de actuación intermitente, que se caracteriza porque su función no consiste en la representación de quién está sometido a ella, sino en complementar su capacidad en la realización de determinados actos. Para eludir el mantenimiento de la tutela y de la patria potestad rehabilitada o prorrogada en los casos de personas cuya grave discapacidad psíquica les impide el autogobierno, el legislador se ha visto en la obligación de forzar las instituciones jurídicas obviando la realidad física. Para ello, se ha preferido desvirtuar la figura de la curatela hasta eliminar su esencia en aras a evitar la indignidad que supone para el afectado por la grave dolencia invalidante el estar bajo la tutela de un familiar o bajo la patria potestad de sus progenitores (una indignidad que, paradójicamente, no se reconoce en menores de edad con madurez suficiente). Así,  en casos “excepcionales” en los que “pese a haber hecho un esfuerzo considerable” no sea posible determinar la voluntad, deseos y preferencias de la persona, las medidas de apoyo “podrán incluir funciones representativas” (nuevo artículo 249 CC). Un curador que representa no parece algo muy adecuado a la técnica jurídica, como tampoco lo sería una compraventa que no desplazase la propiedad o una hipoteca que no tuviera forma pública ni reflejo registral.

Más allá de las buenas intenciones, eliminar las instituciones tutelares para las personas con discapacidad psíquica grave supone un problema para quienes se tienen que ocupar de ellas. El legislador no ha tenido en cuenta, por ejemplo, que una persona que nace con una enfermedad congénita o una patología incapacitante que obliga a sus padres a asistirle en todas las actividades básicas de la vida diaria más allá de su mayoría de edad necesita una protección tan elevada que no puede por sí mismo prestar ningún tipo de consentimiento, por lo que es imprescindible que alguien lo haga en su lugar. La patria potestad prorrogada tenía la enorme ventaja de ser permanente hasta el fallecimiento de los padres o hasta que estos devinieran incapaces para hacerse cargo del hijo, en cuyo caso pasaban a una institución tutelar. Además, los padres no estaban obligados a rendir cuentas anuales ante el juez, aunque sí necesitaban la autorización de este para enajenar o gravar bienes del hijo. Con la eliminación de la patria potestad prorrogada, los padres pasan a convertirse en curadores representativos de sus hijos pero con la obligación de hacer inventario ante el juez (artículo 285 CC), aunque sí se permite a la autoridad judicial no imponerles la obligación de rendir cuentas (artículo 292 CC).

La segunda crítica que le hago a la ley es la obligación legal de que todos los apoyos sean revisados en un plazo de tres años o, si el juez así lo establece, en el plazo máximo de seis (nuevo artículo 268 de la Ley de Enjuiciamiento Civil, LEC). Si bien esta medida es conforme con el espíritu de la Convención, no se establece la discrecionalidad judicial de excluir aquellos casos excepcionales en los que la persona con discapacidad no tenga perspectivas reales de alcanzar un mayor grado de autogobierno. Los padres y familiares de los grandes dependientes con patologías psíquicas severas ven dificultada su función tuitiva con la obligación de emprender acciones judiciales periódicas (y objetivamente innecesarias).

Desde el punto de vista procesal, sin embargo, creo que la reforma es positiva en su integridad, aunque el incremento de procedimientos judiciales va a sobrecargar a los juzgados con competencias en esta materia. Con total lógica se han reconducido estos litigios hacia los expedientes de jurisdicción voluntaria, flexibilizando el procedimiento y evitando el estigma que supone que los familiares tengan que demandar en un procedimiento contencioso a sus allegados con discapacidad. La nueva regulación establece que solo en caso de oposición de la persona con discapacidad se archivaría el expediente de jurisdicción voluntaria y se reconduciría al procedimiento contencioso de determinación de apoyos.

Novedad no menos relevante es que la nueva regulación obliga a que la “entrevista” judicial (se ha eliminado el término “exploración” judicial) entre el juez y la persona con discapacidad se reproduzca en todas las instancias (apelación y casación), no bastando con la realizada y documentada en primera instancia. En el mismo sentido, es obligatorio un segundo examen médico forense y una segunda audiencia de parientes (nuevo artículo 759 LEC).

La ley recoge reformas menos profundas pero igualmente interesantes como la figura del “facilitador”, un profesional experto que realiza funciones de adaptación de los trámites legales para que sean comprensibles para la persona con discapacidad (nuevo artículo 7 bis de la Ley de Jurisdicción Voluntaria). La creación de esta figura era algo demandado por los juristas, por constituir un amigable punto de conexión entre las personas con discapacidad y  la fría administración de Justicia, por lo que no podemos más que aplaudir su regulación, a la espera de ver cómo se plasma en la realidad algo en lo que, obviamente, hay que invertir. Unido a esto, se ha establecido también la obligación de los tribunales de emplear lenguaje comprensible y adaptado, regulándose en el nuevo artículo 7 bis LEC ajustes para personas con discapacidad, lo que incluye la elaboración de resoluciones judiciales de lectura fácil.

La tercera crítica que formulo sobre la reforma es la falta de audacia del legislador a la hora de atreverse a regular de una vez por todas los internamientos involuntarios regulados en el artículo 769 LEC. De forma generalizada se están internando personas con discapacidad intelectual irreversible con vocación de permanencia en residencias geriátricas y asistenciales a través de un trámite no previsto para esta finalidad. La necesidad de regular la materia por Ley Orgánica quizá haya impedido acometer tal materia por motivos políticos, pero olvidar un foco tan importante de potencial conculcación del derecho fundamental a la libertad de movimiento de las personas con discapacidad me lleva a recelar dela bondad de la reforma.

Finalizo esta exposición aludiendo a la confusa regulación de las disposiciones transitorias de la Ley que, por un lado, establecen que a partir de su entrada en vigor, las meras privaciones de derechos de las personas con discapacidad o de su ejercicio quedarán sin efecto (DT 1ª) mientras que paradójicamente se establece el plazo de un año a partir de la entrada en vigor para solicitar la revisión de las sentencias ya dictadas o, caso de no hacerlo, el plazo de tres años para la revisión de oficio (DT 3ª). ¿No son las sentencias judiciales de incapacitación una privación abstracta de derechos?

Como magistrada acostumbrada al abandono histórico de la administración de Justicia me pregunto cómo piensa el ejecutivo sufragar el refuerzo que, obviamente, necesitaremos los juzgados con competencia en esta materia. Las leyes a coste cero han demostrado ser leyes con buenas intenciones y deficiente puesta en funcionamiento.

Artículo publicado en la revista «El notario del Siglo XXI», octubre de 2021.


[1] https://www.isesinstituto.com/noticia/personas-dependientes-en-espana-cifras-y-datos

Citando de frente

No sé las veces que habré visto la película Lo que el viento se llevó (1939) desde que la vi por primera vez en casa de mis abuelos. Mi cabeza infantil no comprendía cómo una mujer tan guapa y talentosa podía estar enamorada del insulso y gris Ashley Wilkes, teniendo a un rendido admirador como Rhett Butler, que no es que me pareciera el summum de la belleza masculina, pero era mucho más gracioso y carismático. Desde la infancia ya supe apreciar el juego que da el cinismo en cualquier historia, el atractivo del personaje que actúa con falsedad y desvergüenza y que aporta a la narrativa un toque canallesco.

Los cínicos con labia son populares, aunque despistan porque son tan descarados en su forma de conducirse que dejan estupefactos a quienes interactúan con ellos, incapaces de creerse lo que están viendo u oyendo. Tendemos a disculpar las muestras de cinismo haciendo como si no existieran o, simplemente, atribuyéndolas a errores involuntarios. Rhett Butler, John Doe (Kevin Spacey) en Se7en, Jocker (Joaquin Phoenix) en the Dark Night, Walter White (Bryan Cranston) en Breaking Bad, o Cersei Lannister (Lena Headey) en Juego de Tronos, personajes todos ellos seductores por su descaro, su inmoralidad y su forma de conseguir lo que quieren desprendiéndose de toda atadura ajena a su propio interés, aunque he de reconocer que Rhett, en el fondo, era un buenazo.

La escuela cínica, como corriente filosófica griega fundada por Antístenes en Atenas, defendía la idea de que la felicidad y la virtud tienen por fundamento la mayor independencia posible con respecto a las condiciones de vida exteriores. Sus seguidores enarbolaban el desprecio hacia las instituciones y las convenciones sociales como vehículo para regresar al “estado natural” del hombre. Nada que ver, por tanto, la acepción filosófica de “cínico” con la vulgar que ha trascendido a nuestro diccionario, más allá de tener en común el sustrato último de inmoralidad, entendiendo “moral” como conjunto de normas éticas que guían nuestros actos hacia el bien común. El desprecio a las normas de los cínicos griegos se ha transformado en el rechazo a “lo correcto” de los cínicos actuales.

El cinismo se ha convertido en una forma de influir en la sociedad a través de la manipulación verbal con soflamas falsas pero eficaces, construyendo un relato, tapando los problemas reales y sacando noticias inexistentes de pozos secos.

El cínico provoca al adversario a sabiendas de la falsedad de lo que dice. Con descarada falta de respeto hacia la honestidad intelectual, consigue que comulguemos con ruedas de molino a fuerza de repetir mentiras hasta hacerlas verdaderas. El cínico no busca la verdad de las cosas porque es mucho más útil para él adaptar la realidad a su verdad, a esa “verdad” necesaria para construir su relato. El cinismo imperante es tenaz, metódico y paciente, es perversamente premeditado. Pero, sobre todo, el cinismo es útil para hacer políticas de saldo, de esas que no persiguen el bien común sino la conservación del poder para el cínico y los suyos.

Las redes sociales y medios digitales adictos al clickbait hacen más eficaz aún esta manipulación orquestada. Me gusta que me recuerden a menudo que las redes sociales no son tan importantes como creemos y que fuera de ellas la ciudadanía —la mayoritaria ciudadanía— se encuentra al margen de las discusiones y polémicas tuiteras. Sin duda, es necesario tenerlo presente para no sobredimensionar los problemas. Pero también tenemos que ser conscientes de que cada vez hay menos periodismo y más volcado del contenido de las redes en las noticias, por eso tampoco podemos menospreciar a la jungla digital de microbloggers. La política, como ya dije en mi artículo Trueque de tiranos, se hace cada vez más en twitter.

¿Cuál es la dinámica de la provocación? Los cínicos escogen la materia sobre la que desean formar una opinión que favorezca a sus objetivos. A continuación, lanzan el sofisma que afirme de forma capciosa el hecho que se pretende introducir como indubitado en el ideario colectivo. Entre quienes no se cuestionan nada y tragan las afirmaciones en base a la ciega adscripción ideológica del emisor del mensaje, aquel sofisma comienza a circular, captando más afirmaciones derivadas de la primera y engordando el no-problema a fuerza de repetirlo. La mentira reiterada comienza a tomar consistencia como cuando se liga una salsa en la cocina y aquellos que inicialmente dieron por falsa la noticia, comienzan a dudar. La manipulación de masas no es algo que se haya inventado en los últimos años, lo que sí es nuevo es la posibilidad de obtener reacciones directas de los afectados por esta estrategia.

Mucho se habla del “efecto Streisand”, aquel por el cual, cuanto más se pretende silenciar algo en internet, más famoso se hace. Debe su nombre a la polémica creada por la actriz Bárbara Streisand en 2003, que demandó al fotógrafo Kenneth Adelman exigiéndole una indemnización por los daños ocasionados al publicar una imagen de su mansión en Malibú en la página pictopia.com. El fotógrafo adujo que la fotografía en cuestión (“la imagen 3580”) era una de tantas otras obtenidas desde el aire para denunciar la degradación de la costa de California por la construcción de edificios en primera línea de playa. La actriz pretendía salvaguardar su intimidad, pero con su demanda lo único que consiguió fue que esa fotografía, que había sido descargada seis veces antes de la demanda, tras ella lo fuera 420.000 veces en un mes.

El efecto multiplicador de la provocación y la falta de estrategias de comunicación en los incautos afectados por las informaciones deliberadamente manipuladas, convierten al cínico en dueño y señor de la polémica, llevando a su terreno a todo aquel que pretende, sin éxito, contrarrestar la falsedad de las afirmaciones vertidas. Y el ofendido hace de altavoz.

En esta España crecientemente antitaurina, me atrevo a utilizar el fantástico símil de la tauromaquia para describir en pocas palabras de forma más precisa el movimiento de descrédito hacia la judicatura que desde determinados sectores de la izquierda se está produciendo en los últimos años.

Dicen que el toro bravo es el que embiste de frente, de lejos, sin titubeo ante la provocación que el matador le presenta citándole desde los medios con la muleta. Decía Álvaro Domecq y Díez, ganadero y rejoneador, que «un toro bravo es un hermoso y orgulloso animal que ataca siempre, sin el menor resquicio de miedo. La bravura consiste en ir siempre donde le llaman y se complementa con otros matices». La bravura es una cualidad del toro de lidia pero no deja de ser un calificativo que valora la actitud de un animal que no tiene capacidad de discernimiento, ni de diseñar estrategias, ni de anticiparse al resultado de sus actos, motivo por el cual casi siempre acaba sucumbiendo ante la superioridad intelectual del hombre. Que los jueces, juristas y, en general, defensores del Estado de Derecho y de la independencia judicial nos arranquemos ante cualquier trapo que nos presenten y embistamos con toda la fuerza de un astado, lejos de ser una virtud, en mi opinión, es una muestra de debilidad y de cesión de poder ante el manipulador.

Es tan sencillo de ver desde la asepsia de quien no se da por aludido que, a veces, resulta enternecedor observar cómo cumplimos como colectivo todos y cada uno de los hitos previstos de reacción ante ataques infundados y falsos, hasta el punto de que acabamos completando el discurso manipulador que nos provoca. Las reacciones —tanto individuales como colectivas— sin un ápice de reflexión y sin pararse a pensar que no siempre merece la pena desmentir las invenciones a riesgo de darles credibilidad, acaban creando artificialmente una apariencia de realidad que no existía al inicio. Hay que analizar quién es el emisor, en qué contexto emite su opinión y qué alcance ha tenido. No es lo mismo un político que un actor; un responsable de Justicia que un tertuliano; unas declaraciones parlamentarias que un tuit. Si alguien afirma que los jueces somos todos privilegiados, ricos y conservadores, asimilando la procedencia acomodada a una menor catadura moral, como una premisa sin matices, patalear pretendiendo convencer de nuestro supuesto origen humilde permite dejar en evidencia las costuras de nuestro propio discurso que, en lugar de centrarse en tan pueriles argumentos, debería poner el foco en la realidad de nuestro trabajo, técnico e independiente, al margen de nuestra adscripción ideológica, nuestra condición sexual o nuestros gustos inconfesables. Y lo digo como autocrítica, porque yo misma he caído una y cien veces en la trampa y me temo que seguiré haciéndolo. De tanto desmentir bobadas, alimentamos la noticia y Streisand y Rhett Butler hacen de las suyas.

Quizá en esta sociedad tan frenética, tan ávida de titulares impactantes que indignan a la misma velocidad que son olvidados, debamos ser los ciudadanos los que empecemos a autoimponernos mesura, reflexión y sosiego. Debemos aprender a contrastar, a leer y a escuchar antes de formarnos una opinión. Y, sobre todo, debemos examinar las consecuencias de nuestras reacciones: aunque en un momento determinado nos sirvan de desahogo, en ocasiones somos enemigos de nosotros mismos. Nos citan de frente y embestimos. No les demos ese poder.

Artículo publicado en Disidentia el 16 de septiembre 2021. https://disidentia.com/citando-de-frente/